El hotel se encontraba a 12 estaciones de metro del lugar en el que ocurrían las noticias por aquellos días. En marzo de 2013, Roma estaba repleta. Un aluvión de personas (desde presidentes y diplomáticos hasta fieles, peregrinos y simples turistas) habían llegado a la capital italiana para presenciar un hecho singular: la asunción de un Papa. Además, pocos días antes se había corrido una maratón multitudinaria, lo cual había llevado la capacidad de la ciudad al límite. El hospedaje que, después de mucho buscar, me había reservado LA GACETA como enviado especial era cómodo y limpio, pero tenía una contra: estaba lejos del epicentro de los hechos y en un barrio residencial con muy poco movimiento comercial y gastronómico, lo cual representaba un problema para conseguir buenas conexiones a internet (en tiempos en los que acceder a la red no era tan sencillo como ahora). Sin embargo, a poco de aterrizar me di cuenta que para destrabar cualquier dificultad bastaba con proclamar que uno era argentino. La llegada de Jorge Bergoglio al trono de Pedro con su desparpajo y sencillez había disparado entre los romanos una simpatía inesperada hacia nosotros, sus compatriotas. Y eso constituyó una ventaja a la hora de moverse en una metrópolis desencajada.
Por aquellos días, en la plaza de San Pedro se vivía un clima futbolero. A tal punto que religiosas y sacerdotes se ataban banderas argentinas al cuello y las usaban como si fuesen capas. Las camisetas de la Selección y de los Pumas aparecían por todos lados y no faltaban las de San Lorenzo, club del cual fue hincha confeso. Tomar un mate era tan sencillo como conseguir un típico espresso italiano y ocurrían situaciones inverosímiles, como encontrarse con conocidos a miles de kilómetros de Tucumán. Es que la elección de un Pontífice latinoamericano había alterado el itinerario a muchos viajeros que andaban de paseo por Europa y terminaron confluyendo en el Vaticano con el deseo de vivir de cerca un hecho histórico.
José María tenía apenas un año cuando el 19 de marzo de 2013 su foto dio la vuelta al mundo. Aquel día se realizó la misa de asunción de Francisco como Papa. Fue un hecho trascendental, porque tanto en los gestos como en la homilía, marcó cuales iban a ser las prioridades de su pontificado. En aquella celebración multitudinaria, la casualidad hizo que yo terminara muy cerca de Luisa Sánchez Sorondo, la mamá de José María, y que pudiese ser testigo de un momento sobrecogedor.
Ella había conocido a Bergoglio cuando era arzobispo de Buenos Aires y los unía un vínculo: él le había encargado que trabajara por la canonización de María Antonia Paz y Figueroa, más conocida como “Mama Antula”. Cuando el papa móvil pasó a metros nuestro, ella levantó a su bebé. Inesperadamente, el vehículo se detuvo, el Papa lo alzó y lo besó. Luisa hoy cree firmemente que el hecho de que su hijo y no otro niño haya sido bendecido por el Pontífice en medio de semejante multitud sólo pudo haberse logrado gracias a la intercesión de Mama Antula, quien, paradójicamente, fue convertida en santa por Francisco una década después.
Parafernalia
La asunción de un Papa es un hecho inusual que obliga a extremar todas las precauciones. Por varios días, Roma se convierte en un centro de peregrinación global y, como tal, en el blanco ideal para atentados, disturbios, robos y un largo etcétera. En marzo de 2013, llegar a la plaza de San Pedro era complicado: a los largos viajes en un sistema de transporte público exigido al límite (vale aclarar que en la capital italiana sólo hay tres líneas de subte), había que sumar cacheos, detectores de metales y escáners en las inmediaciones del Vaticano. Seguramente, esa parafernalia preventiva se volverá a desplegar en los próximos días, cuando se elija al sucesor de Francisco.
Los gestos del Pontífice argentino ocupaban buena parte de las conversaciones en la Roma de aquellos días: que usara viejos y sencillos zapatos negros en vez de los rojos que vistieron sus antecesores; que visitara cárceles y hospitales con frecuencia; que eligiera vivir en la residencia de Santa Marta en vez de los suntuosos aposentos papales; que llevara el nombre de un santo pobre, y un largo etcétera hacían prever un papado cargado de signos. La estremecedora imagen de este domingo de Pascua en el balcón de la basílica de San Pedro es contundente: cumplió y con creces. Hasta el último aliento.









