Por aquellos días de febrero de 2013, nada parecía anunciar un cambio histórico en la vida del cardenal Jorge Mario Bergoglio ni en la historia reciente de la Iglesia. Sin embargo, aquel hombre austero, de rutinas marcadas y silencios intensos, se preparaba —casi sin saberlo— para dejar Buenos Aires y no volver jamás. Aquel martes 26 fue su último día en suelo argentino. El destino final: Roma. El motivo: el Cónclave para elegir al nuevo Papa tras la sorpresiva renuncia de Benedicto XVI.
Los últimos días de Jorge Bergoglio en Argentina
Todo comenzó con el desconcierto. El 11 de febrero, Benedicto XVI anunció en latín su renuncia. En Buenos Aires, eran las 7:30 de la mañana. Bergoglio ya estaba despierto. Había comenzado su jornada como lo hacía siempre: en su austero departamento del segundo piso de la Curia, entre lecturas, oración y reflexión. No tenía televisión, ni computadora. Escribía a máquina o de puño y letra. Su agenda era de papel. La rutina lo era todo. Por eso, cuando el padre Alejandro Russo lo llamó con la noticia, el entonces Arzobispo de Buenos Aires se mostró incrédulo: “No, Alejandro, no es posible”, dijo. Tenía 75 años y ya había presentado su renuncia a la sede de Buenos Aires. Pensaba que su tiempo había pasado.
Pero la historia tenía otros planes.
La intimidad de esos días estuvo marcada por la discreción. Sin grandes despedidas ni gestos públicos, Bergoglio siguió con sus tareas pastorales. El 23 de febrero celebró su última misa en la Catedral Metropolitana. Un encuentro pequeño, casi secreto, con un puñado de sacerdotes. También dejó escrita la homilía del Jueves Santo “por si no estaba”. Fue su forma de irse sin hacer ruido.
El padre Russo recuerda cada detalle. La rutina del cardenal, su humor seco, su predilección por la comida sencilla y el café en vez del mate —mito que el Vaticano luego alimentó—. También recuerda su última conversación antes de la partida. “Usted se va a acordar de mí cuando digan ‘Bergoglio, 77’”, le dijo, en referencia al número de votos necesarios para ser elegido Papa. Bergoglio se rió y le respondió con ironía: “Bueno, terminala”.
“Nos vemos a la vuelta”
El martes 26, en la calma de la mañana, se despidió con sobriedad. Un auto rojo lo llevó hasta el aeropuerto de Ezeiza. En el pasillo, su amigo Daniel Del Regno, quien todos los días le llevaba el diario, le preguntó si debía suspender la entrega. “No, estaría de vuelta en una semana”, respondió. Pero esa vuelta nunca ocurrió.
Abordó un vuelo de Alitalia en clase económica. Rechazó una oferta para viajar en primera. Cuando un conocido le ofreció pagarle el pasaje más cómodo, le respondió con otra pregunta: “¿Vos querés esa plata para algo de la Catedral?”. Ese era Bergoglio. El mismo que calentaba su comida solo, que no usaba televisión por una promesa a la Virgen del Carmen y que escuchaba música clásica los sábados por Radio Nacional.
A las tres de la mañana, hora italiana, aterrizó en Roma. Días después, el 13 de marzo, el humo blanco anunciaría su elección como Sumo Pontífice. El mundo conocería entonces al Papa Francisco. Pero su última frase antes de partir, “Nos vemos a la vuelta”, sigue resonando como un guiño de humildad. Quizás una promesa que aún queda pendiente.







