En 2020, el mundo entero vivía con el corazón en vilo. El virus de la Covid-19 se propagaba a una velocidad nunca antes vista, los hospitales colapsaban y las calles de las ciudades más pobladas del planeta se vaciaban. La única esperanza era una vacuna. Científicos trabajaban contrarreloj, los gobiernos destinaban fondos millonarios y la humanidad entera parecía entender, de golpe, lo que significaba la inmunización. Fue un acto de fe colectiva y también de ciencia. Por eso, cuesta comprender cómo, apenas cinco años después, esa urgencia se haya disipado con tanta facilidad.
Hoy nos encontramos con un escenario preocupante. Lejos de fortalecer la conciencia sanitaria, en algunos sectores parece haberse instalado una peligrosa indiferencia. Los movimientos antivacunas, que no son nuevos, sino que existen desde hace décadas. resurgen cada tanto con fuerza, amplificados por las redes sociales y por ciertos discursos mediáticos. Lo vimos cuando se lanzó la vacuna contra la Covid, y lo volvimos a ver ahora con la incorporación de la vacuna contra el dengue. Bajo el disfraz de la libertad individual o de la “duda razonable”, se difunden mensajes que debilitan la confianza pública y ponen en riesgo los avances en salud.
Por fortuna, nuestro calendario nacional de vacunación es uno de los más completos del mundo: obligatorio, gratuito, universal. Contempla 20 vacunas a lo largo de la vida, desde el nacimiento hasta la vejez, con distribución en todo el país. Es una política de Estado ejemplar, sostenida en el tiempo, más allá de los gobiernos, y reconocida a nivel internacional. Pero no alcanza con que el Estado haga su parte. La salud pública necesita del compromiso activo de los ciudadanos. Necesita que las madres, los padres, los cuidadores y los adultos responsables lleven a sus niños y niñas a vacunarse. Que se respeten los esquemas. Que no se postergue lo urgente por falta de tiempo, de interés o por desinformación.
El resurgimiento de enfermedades como el sarampión —de la que ya se han detectado casos autóctonos en nuestro país este año— es una señal de alarma. Basta con que algunos grupos dejen de inmunizarse para que patologías que estaban controladas vuelvan a circular. Y cuando lo hacen, golpean más fuerte a los sectores más vulnerables: a quienes no tienen acceso a servicios de salud de calidad, a quienes ya enfrentan otras enfermedades, a bebés, a adultos mayores. La inmunización es un acto de solidaridad. Es un escudo colectivo. Y su eficacia depende del compromiso de todos.
Esta Semana Mundial de la Inmunización —que se celebra del 28 de abril al 4 de mayo— es más que una efeméride. Es una oportunidad para reflexionar sobre nuestra responsabilidad individual y colectiva. Para recordar que las vacunas no son un simple trámite sanitario, sino un derecho y una obligación. Y para reafirmar que la salud no se defiende con eslóganes ni con teorías conspirativas, sino con decisiones basadas en evidencia y en empatía. Las vacunas salvan vidas. Lo supimos cuando no las teníamos. No deberíamos olvidarlo ahora.