Médicos Centinelas: los ojos de la primera línea
El miedo llegó antes que el virus. “Ese 8 de marzo, cuando todavía no había casos confirmados en Tucumán, entré al hospital Kirchner a capacitarme en hisopados y mi carrera profesional y mi vida personal cambiaron por completo”, dice José María Mansilla, quien fue el primero en tomar una muestra para detectar coronavirus en la provincia y el encargado del equipo de Médicos Centinelas, un grupo que, con entrenamiento específico, se convirtió en la primera barrera contra el contagio: “nos sentíamos los peleadores de la trinchera, combatiendo un germen que muy poca parte de la ciencia médica conocía”.
Cuando un DNU prohibió que los mayores de 50 años siguieran en esa primera línea, Mansilla quedó solo. Tenía 49. En una sola noche todos sus compañeros desaparecieron del campo de batalla. “Miré a mi hijo y le dije que no tenía miedo. Mentí. Pero si no lo hacía yo, ¿quién lo haría?”, confiesa.
Las primeras 48 horas fueron un desierto de incertidumbre. Él era el único médico centinela en pie en el sistema público de salud. Y entonces, uno a uno, empezaron a aparecer: médicos recién recibidos, odontólogos, kinesiólogos, enfermeros. Nadie tenía la obligación de hacerlo, pero ahí estaban. Con cada llegada, la carga se volvía un poco menos insoportable: “les enseñé lo que sabía. Nos preparamos juntos. Y salimos”.
La rutina era desgastante. Cada salida implicaba vestirse con dos camisolines, doble par de guantes, antiparras, doble barbijo. Al volver a casa, el ritual se repetía: rociador de alcohol en la entrada, ropa en una bolsa separada. Mientras tanto, los casos aumentaban y el equipo crecía. Llegaron a ser 100 profesionales de distintas disciplinas. “Nos capacitamos sobre la marcha, desaprendimos nuestra carrera y la volvimos a aprender para protegernos”, dice.
El conocimiento no los blindaba del miedo. “Me asusté cuando vi que mis profesores, mis instructores de cirugía, mis colegas empezaban a caer internados. Muchos fallecieron”, confiesa. Cinco años después, el impacto de la batalla está latente. Mansilla sigue siendo cirujano, pero la mitad de sus consultas son de medicina clínica. “Hoy atiendo a pacientes que diagnostiqué en 2020, con quienes construimos un vínculo único”, dice. La pandemia redefinió su manera de ejercer y de ver la vida. “Me di cuenta de que ya no podía ser el mismo médico. Y tampoco la misma persona”, relata. “En esos días, cuando lo único visible del rostro eran los ojos, aprendimos a leernos en la mirada. Hoy, con mi familia también nos entendemos distinto: solo mirándonos a los ojos”, reflexiona.
Le duele ver que la memoria se disuelve. Aprecia los gestos que quedaron: el alcohol en gel en algunos comercios, la distancia en ciertas situaciones. Pero lamenta que la empatía inicial se haya desvanecido. “Nosotros dejamos una marca, aunque con los años se haya diluido”, dice. Y sin embargo, no hay reproches. Hasta a quienes los insultaron o miraron con desconfianza les agradece: “con el tiempo entendieron que solo queríamos cuidarlos”.
El programa que permitió el último adiós
El teléfono de Alejandra Acosta sonaba a cualquier hora. A veces a las tres de la mañana, cuando el cansancio la vencía en el sillón de su casa. Otras, mientras intentaba comer algo después de una jornada interminable. Al otro lado de la línea, siempre lo mismo: una voz quebrada, un pedido desesperado: “licenciada, mi papá está grave ¿puedo verlo? Por favor, necesito despedirme.”.
Era 2020 y la muerte ya no pedía permiso. No había abrazos, no había manos sosteniendo manos, no había último adiós. Solo un número en una lista, un cuerpo que salía por una puerta y nunca volvía. Alejandra, licenciada en enfermería y especialista en duelo, no estaba dispuesta a aceptarlo. “Lo más injusto era que los pacientes murieran solos”, recuerda.
En medio de la incertidumbre y del dolor, el programa Acompañar fue un hilo de humanidad. Desde agosto de 2020 hasta diciembre de 2022 acompañaron a más de 4.000 personas en su despedida.
Al principio, los permisos eran escasos. Solo un familiar, con traje blanco, máscara y guantes, podía entrar a la habitación. Pero incluso así, el momento era devastador. Con el tiempo, se comprendió que la presencia de los seres queridos tenía un impacto positivo. “Algunas personas que creíamos que ya fallecían, mejoraban después de ver a su familia”, cuenta.
Alejandra aprendió a sostener el silencio, a llenar los vacíos cuando las palabras no alcanzaban. “Yo los preparaba antes de entrar. Les decía que no pensaran en los cables, en las máquinas. Que se enfocaran en el amor, porque aunque estuvieran en coma, podían escuchar”, explica Alejandra.
De aquellos días de incertidumbre y miedo, ella rescata algo: la comunicación a través de la mirada: “el barbijo nos tapaba el rostro, pero en los ojos se leía todo: el miedo, la ansiedad, la desolación. Aprendimos a hablarnos sin palabras”.
Para el equipo de salud, la carga emocional fue una herida que aún sigue abierta. “No estábamos preparados para ver tantas muertes en tan poco tiempo”, dice. La clave para sobrellevarlo fue hablar. Al final de cada jornada, los médicos, enfermeros y psicólogos compartían lo que sentían. Lloraban juntos, porque el silencio, dice Alejandra, hubiera sido peor. “Nos enfocábamos en lo que sí podíamos hacer: asegurarnos de que, aunque fuese su último día, la persona estuviera acompañada”.
A cinco años del inicio de la pandemia, Alejandra percibe las secuelas. El equipo de salud arrastra síntomas postraumáticos, problemas físicos y emocionales que siguen sin tratarse. “Negar lo que pasó es un mecanismo de defensa, pero la herida sigue ahí”, reflexiona. Hoy coordina talleres de duelo, intentando sanar, aunque muchos eviten hablar del tema. Pero hay algo que le duele más que nada: el olvido. “Nos quieren hacer creer que ya pasó, que miremos para adelante. Pero nosotros, los que estuvimos ahí, no podemos olvidar. No debemos olvidar”, afirma.
Felipe Palazzo: nada terminó con el alta
No hubo abrazos, ni un “te quiero” al irse de su casa aquella mañana. Apenas un “no me siento bien” a su esposa antes de cerrar la puerta. Felipe Palazzo subió a un taxi rumbo al hospital sin saber que estaba dejando atrás su vida como la conocía. No imaginó que pasaría dos meses entre la fiebre y la inconsciencia, que sus hijos lo esperarían sin certezas, que su familia lloraría frente a un teléfono que no sonaba con buenas noticias. Que rozaría la muerte.
El recuerdo de aquel día en el Hospital Padilla sigue intacto. Algo dentro de él supo, en un instante, que el virus ya lo había alcanzado. “No lo puedo explicar desde la ciencia, pero sentí que me estaba contagiando en ese momento”, dice con certeza. Dos días después, su secretaria enfermó. Luego, la enfermera. Al quinto día, él ya no pudo levantarse de la cama.
Felipe comenzó un proceso de negociación. “Era tanta la falta de aire que no sabía qué hacer”, dice. Negoció con Dios, con su propio cuerpo, con los médicos, con cada respiración. “Yo era una persona muy activa, pero ahí entendí que estaba haciendo mal muchas cosas: trabajando 14 horas por día, quitándole tiempo a mi familia”, reflexiona. También negoció con la espiritualidad. Agarró la pequeña Virgen que su padre le había regalado y la sostuvo sobre su pecho cuando los médicos le dijeron que no había mucho más por hacer.
Contra todo pronóstico, sobrevivió. Pero la recuperación fue otra batalla. Perdió casi 30 kilos. Descubrió que su visión periférica se había deteriorado, que su audición ya no era la misma, que su mente funcionaba con una nebulosa persistente. También su corazón quedó marcado: “tengo un bloqueo cardíaco, y todo esto me afecta emocionalmente. Antes era un tipo sano. Hoy negocio con las secuelas todos los días”, confiesa. Y luego estaban las otras heridas. Las que no se veían. “Perdí amigos, perdí conocidos. Pasé por la línea tres veces, pegué en el palo, pero otros no lo lograron”, cuenta.
No reniega de su historia. Pero le duele la indiferencia con la que el mundo siguió adelante. “Nos olvidamos demasiado rápido”, dice, sin rencor, pero con tristeza. “Nos olvidamos de los que sobrevivieron y quedaron con secuelas”, lamenta. También le duele que el reconocimiento haya sido efímero. “No nos olvidemos de los enfermeros, de los kinesiólogos, de los que limpiaban la terapia intensiva. Sin ellos, nada hubiera sido posible”, manifiesta.
A pesar de todo, sigue ejerciendo la medicina. Y no se arrepiente. “Lo volvería a hacer”, dice con la voz firme. “Volvería a estar en la trinchera”, afirma.
Cuando se le pidió esta entrevista, dudó. “Pensé en decirte que no, porque me revuelve todo”, confiesa. Su esposa quiere recordar aquellos días. Él todavía le pide que no lo haga. Pero finalmente aceptó. Porque contar su historia también es una forma de seguir negociando con la vida. Negociar con el dolor. Con la memoria. Con lo que quedó. Y, sobre todo, con lo que todavía puede hacer. La vida misma.
Cuando la escuela se apagó
Las aulas vacías se convirtieron en el símbolo de una realidad para la que nadie estaba preparado en 2020. Y los docentes, como Mérida Barroso, se encontraron frente a un reto que nunca imaginaron. Enseñar educación física sin un patio, sin una pelota rodando, sin el bullicio de la cancha, parecía una locura. Pero ella entendió que la virtualidad le imponía un desafío inédito: trasladar una materia esencialmente práctica a una pantalla. Hoy recuerda ese tiempo como uno de los más complejos y, a la vez, más enriquecedores de su carrera.
Lo primero que sintió fue miedo. “No sabíamos cómo enseñar sin estar ahí, sin mirar a los chicos a los ojos, sin compartir el aula”, cuenta. Y si la distancia ya era una barrera difícil de sortear, la desigualdad la volvió aún más cruel: muchos de sus alumnos no tenían computadora, ni internet, ni siquiera un celular propio.
Mérida y sus colegas hicieron lo imposible para que nadie quedara afuera. Dejaban trabajos prácticos en la escuela para que los padres los retiraran cuando podían. “A veces grabábamos las clases en un pendrive y se los pasábamos. O subíamos tutoriales a las plataformas, esperando que en algún momento los chicos pudieran verlos”, explica. Sabía que, en muchas casas, un solo celular tenía que repartirse entre varios hermanos y que, a veces, el aprendizaje debía esperar a que los adultos volvieran de trabajar.
“Los chicos estaban tan perdidos como nosotros. Nunca me voy a olvidar de la primera conexión. Algunos lloraban. Nos extrañaban, extrañaban a sus compañeros, su escuela. Nosotros también los extrañábamos, pero teníamos que mantenernos fuertes”, recuerda. En aquel momento, entendieron que debían enseñar pero, por sobre todo, contener. Reinventarse. Los docentes debieron capacitarse de golpe en nuevas metodologías de enseñanza. “Nos organizábamos como podíamos. Pasábamos más de 12 horas diarias frente a la computadora, grabando clases, diseñando materiales accesibles”, relata.
Pero la Educación Física parecía un obstáculo aún mayor. ¿Cómo trasladar al hogar una disciplina basada en la interacción y el movimiento grupal? La respuesta llegó con creatividad e innovación. “Diseñamos actividades familiares, juegos en espacios reducidos, debates con deportistas. Convertimos la virtualidad en un espacio de aprendizaje integral”, explica.
El día que volvieron a la escuela todo era distinto. Había burbujas, distanciamiento, protocolos. “No podíamos abrazarnos, pero la emoción en los ojos decía todo”, recuerda. Los deportes de contacto estaban prohibidos, así que introdujeron el netball, un juego sin roces. “Era la única actividad que podíamos hacer, pero los chicos sólo querían correr otra vez en la escuela”, revela.
Hoy, Mérida reflexiona sobre el legado de ese tiempo. “Aprendimos que la educación debe ser flexible, innovadora y accesible -enfatiza-. Que la comunicación entre docentes, alumnos y familias es clave. Y que la enseñanza debe transformarse constantemente para enfrentar los desafíos del futuro”.
“Teníamos miedo, pero era nuestro deber”
Las sirenas rompían el silencio de una ciudad paralizada. En las calles vacías, los patrulleros eran de los pocos vehículos en movimiento. “Nuestra misión era evitar la mayor cantidad de contagios y, de esa forma, salvar vidas”, recuerda Manuel Bernachi, quien estuvo al frente de la Policía de Tucumán en aquel tiempo de incertidumbre. La ciudad dormía, pero ellos no. Eran los únicos, junto al personal de salud, que seguían afuera. No había aplausos en los balcones para los policías. Solo órdenes estrictas, miradas de desconfianza y una certeza: si ellos fallaban, el virus avanzaba.
Su presencia generaba reacciones opuestas: alivio para quienes veían en ellos un resguardo y enojo para quienes sentían que les arrebataban la libertad. La cuarentena convirtió a la Policía en una pieza clave del operativo sanitario. Sus funciones fueron mucho más allá de la seguridad: custodiaban las calles, cerraban barrios enteros cuando se detectaban brotes y anunciaban con altavoces que nadie podía salir. También patrullaban las fronteras provinciales y colaboraban en la contención de casos positivos. Los efectivos policiales dejaron de ser percibidos sólo como guardianes del orden para convertirse, en algunos casos, en la cara visible de las restricciones.
“Vivimos situaciones imposibles de olvidar”, confiesa Bernachi. Uno de los momentos más críticos ocurrió en Lastenia y Concepción, cuando el Comité de Operaciones de Emergencia (COE) ordenó el cierre total de dos barrios. Nadie podía entrar ni salir. “Fuimos testigos de crisis de llanto y desesperación de los vecinos, que no salían de su asombro por lo que estaba ocurriendo”, relata. Entre explicaciones y esfuerzos por contener a la gente, los policías también lidiaban con su propia angustia. Ellos también sentían el miedo, tenían a sus familias en casa, a quienes no podían abrazar por miedo a contagiarlos.
El esfuerzo tenía costos. En la Unidad CERO, un grupo de efectivos contagiados debió aislarse en predios de la UNT para no llevar el virus a sus hogares. Otros debieron continuar sus tareas a pesar del riesgo. “Sabemos que la profesión de policía es de alto riesgo, y vaya si lo fue en esta crisis sanitaria”, reflexiona.
El ex jefe de policía mira en retrospectiva aquellos meses de tensión. “Fue un desafío y una oportunidad: teníamos que hacerles entender que la Policía estaba para ayudarlos, que éramos parte de la sociedad y no sus enemigos. Éramos los más expuestos…”. Algunos los aplaudían, otros los cuestionaban, pero la misión seguía siendo la misma: estar en la primera línea.
“Si me preguntan si volvería a elegir mi profesión, sin dudar volvería a ser policía”, asegura. Ahora, con la pandemia en el pasado, recuerda aquellos días como una prueba de vocación, de resistencia y de servicio y hoy, desde el retiro, Bernachi eleva una plegaria por sus compañeros que no sobrevivieron a la batalla, porque en las noches más oscuras, cuando nadie más quedaba en pie, ellos siguieron ahí. Custodiando el miedo de todos, aunque nadie custodiara el suyo.







