La arriesgada racionalidad de la abstención

La arriesgada racionalidad de la abstención

Contra las recomendaciones de responsabilidad cívica en este año electoral campea la tentación del ausentismo, que parece tener sustento racional pero incluye riesgos que deben considerarse.

El análisis económico simple dice que los costos de votar se componen de los del tiempo y esfuerzo aplicados a enterarse de las propuestas, conocer a los candidatos, analizar la información y decidir y del tiempo empleado en ir, esperar y volver del local de votación, así como costos de traslado. Ellos se correrían para un beneficio mínimo, casi nulo, y no valdría la pena votar.

¿Es que acaso no es importante para uno que gane la lista preferida? Sí, pero el voto propio, individual, es casi insignificante. En un electorado de millones de ciudadanos es casi imposible que un voto solo sea el definitorio. En consecuencia, se cargaría un cierto costo alternativo para hacer algo de mínimo valor individual.

Lo malo de este razonamiento es que tiene la estructura del problema del free-rider, alguien que se beneficia de que los demás cumplen sus obligaciones pero él no atiende las suyas. Las traducciones usuales son “colado”, “viajero gratis” y “gorrón”, aunque tal vez le quepa mejor el tucumano “garrón” o “garronero”, quien vive “de garrón”. Porque es un free-rider quien no paga sus impuestos pero envía sus hijos a la escuela que se sostiene con los tributos que pagan los demás. O quien cuando en la Facultad hay que presentar un trabajo grupal sólo aporta su firma. Así garronea educación o garronea nota. Pero si la mayoría evade los impuestos no habrá escuela a la que mandar los hijos y si la mayoría del grupo no hace el trabajo todos serán aplazados.

De la misma manera, el abstencionista sin programa pretende garronear buenos gobiernos pero que los costos de elegirlos los paguen otros. Sin embargo, si muchos razonan como él y no votan aumenta la probabilidad de que la mayoría se conforme por quienes piensan diferente, con el riesgo de que resulte un gobierno que él rechace pero al mismo tiempo es culpa suya. El razonamiento individual puede conducir a un resultado social que es contradictorio con su interés particular.

Ese riesgo existe porque las diferentes corrientes políticas tienen diferentes capacidades de movilización, por acarreo, fervor militante o tradición partidaria. Por lo tanto, los de mayor capacidad son los más favorecidos por la abstención, el voto en blanco o los votos anulados pues con esas actitudes pierden fuerza los menos movilizadores. No puede afirmarse que todos (sobre todo los “acarreados”) votarán igual, pero puede esperarse que lo hagan en mayor proporción por el candidato del movilizador. En consecuencia, los votos negativos y la no concurrencia favorecen a los partidos con aparato. Pero quien se abstiene racionalmente con seguridad es contrario a los aparatos, justo a los que beneficiaría al no concurrir a votar.

Ahora, hasta los favorecidos por el ausentismo corren un riesgo porque todos quienes resultan elegidos sufren pérdida de legitimidad cuando hay una gran abstención. Por ello intentan influir (correctamente) sobre la evaluación del acto de votación para aumentar su valor por sí mismo al margen de por quién se vote. Una actitud en la que en definitiva concurrirían intereses de votantes y candidatos si los primeros quisieran evitar el problema del free-rider y los segundos ganar legitimidad.

No quiere decir que votando las soluciones sean fáciles. Inclusive con todo el espíritu cívico que se quiera hay inconvenientes. Uno es el llamado problema de la canasta completa. Un consumidor puede buscar satisfacer sus necesidades combinando productos de diferentes marcas y empresas. De esa manera, la conducta de compra o abstención de compra envía señales a los oferentes sobre qué tipos de bienes son los preferidos para cada necesidad.

En política no pasa eso. No es posible combinar la política económica de un partido con la de salud de otro y la internacional de un tercero. Para cada cargo se vota el paquete completo de la marca-partido y no queda claro qué tuvo más peso en la decisión. Tal vez haya apoyo, por ejemplo, a una política educativa a pesar de la política de salud y no junto a ella. Pero de la suma de votos no surge la distinción.

A eso agréguese la poca flexibilidad del mercado electoral. En uno comercial las decisiones podrían indicar tanto ausencia de demanda como demanda insatisfecha. Un emprendedor verá qué conviene abandonar o dónde hay una oportunidad de negocio, pero eso requiere un mercado abierto, desafiable, con bajas barreras de entrada. La política no funciona así. Primero, la canasta completa distorsiona las señales del voto. Segundo, no hay un mercado desafiable, porque no es fácil entrar y operar con chances claras de algún éxito. Por lo tanto los votos en blanco, anulados y abstenciones no alcanzan para despertar a los políticos. Sí, ocurre en alguna medida y se advierte por la aparición de partidos y alianzas nuevos pero no es algo rápido y preciso.

En consecuencia, hace falta que el ciudadano haga más que votar o no votar: que asuma la responsabilidad por sus actos, no importa cuál sea su decisión. Cuando en 2001 Clemente recogió muchos votos no ocupó bancas. Sí lo hicieron los políticos repudiados por ese voto. Corresponde entonces que cuando finalmente se definan gobernantes quienes los votaron no los dejen actuar en soledad sino que remarquen lo que el voto no distingue. Rige una democracia representativa, no una delegativa. También es importante que los votantes de quienes perdieron no repudien el sistema sino que vigilen al ganador e intenten guiar mejor al partido de su preferencia, para su tarea presente y para la siguiente elección. Y que quienes no emitan votos o no lo hagan hacia una lista oficial, sea por racionalidad o por repudio general, piensen que entregan la elección a otros, por lo que también son responsables de lo que resulte.

Es trabajoso, pero si intentar construir un país civilizado cuesta, recuérdese que la alternativa es más cara.

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