Mario Luis, el soldado de Atahona

Mario Luis, el soldado de Atahona

PIEZAS. El marino de bigotes, la guitarra y el trozo de madera del Belgrano. PIEZAS. El marino de bigotes, la guitarra y el trozo de madera del Belgrano.

En los sueños de María Julia Sandoval, el marido siempre se le aparece vivo. Nunca viste como un militar, sino que usa un pantalón y una remera de fajinas. Está parado enfrente suyo. Entonces ella le pide que se quede. Pero él le contesta que no puede; que debe irse. Han pasado 35 años desde aquel domingo 2 de mayo de 1982, en el que, durante la guerra por las islas Malvinas, los ingleses hundieron al crucero General Belgrano, de la armada argentina. El suboficial Mario Luis González era uno de sus tripulantes. La última persona que lo vio con vida -otro soldado- le contó a María Julia que el esposo intentó pasar de una balsa de rescate hacia otra, para ceder su lugar. Hubiese sido una zancada, nada más. Pero llovía, había olas y vientos y la temperatura del agua era de 35 grados bajo cero. Mario Luis cayó al mar. Y el mar lo chupó. María Julia cree que, por eso, ella lo sueña vivo: jamás pudo enterrarlo.

Ante la ausencia de lo tangible, su hermano, Pedro Eugenio González (”escriba siempre los dos nombres”, pide) se aferra a un pedazo de madera, del tamaño de un pie de cama. Un taco, para cualquiera; un tesoro, para él. Es una pieza del buque que le dio un sobreviviente. “¿Sabe el valor que tiene este trocito para mí? Estuvo en el barco en el que iba mi hermano. Los dos están hundidos en el fondo del océano. Y yo tengo esto. Lo he cuidado durante años, y lo cuidaré para siempre”.

Atahona es una localidad de 492 almas, situada al sureste de Tucumán. No hay teléfonos fijos, y los celulares tienen señal sólo de a ratos. Ahí nació y creció Mario Luis. Ahí jugaba al fútbol, tocaba la guitarra y pedía milanesas con puré de papas. "Era un muchacho serio, que llevaba el militar en el alma", recuerda María Julia. Y esa vocación lo convenció de alistarse en la marina, a sus 18 años. Se marchó, aunque ya antes había sucumbido a los encantos de ella. De modo que, al cabo de una década, regresó para declararle su amor y llevarla consigo a Punta Alta, una ciudad bonaerense con un puerto militar. Tuvieron tres niños a los que paseaban en una plaza. Hasta aquel domingo de mayo.
Atahona es una localidad de 492 almas, situada al sureste de Tucumán. No hay teléfonos fijos, y los celulares tienen señal sólo de a ratos. Ahí nació y creció Mario Luis. Ahí jugaba al fútbol, tocaba la guitarra y pedía milanesas con puré. "Era un muchacho serio, que llevaba el militar en el alma", recuerda María Julia. Y esa vocación lo convenció de alistarse en la marina, a sus 18 años. Se marchó, aunque ya antes había sucumbido a los encantos de ella. De modo que, al cabo de una década, regresó para declararle su amor y llevarla consigo a Punta Alta, una ciudad bonaerense con un puerto militar. Tuvieron tres niños a los que paseaban, cada domingo, en una plaza. Hasta aquel 2 de mayo. María Julia estaba en la fila de un supermercado, cuando oyó a un hombre comentar que le “habían dado” al Belgrano. Se volteó con la palidez en los labios, arrojó las compras y corrió hacia su casa. Halló a la suegra, que había ido de visita, desmoronada en la vereda. Y le bastó ese minuto, esa imagen, para entender lo que estaba previsto en las leyes de los hombres: hasta que la muerte los separe.

Desde entonces, no ha habido refugio para sus tormentos. Tampoco para los de sus hijos. Ni para los del resto de la familia. Desde hace 35 años, sienten que el esposo, el padre y el hermano muere cada 2 de abril. Una y otra vez. Porque peor que la muerte es el olvido. “A las viudas nos dejaron desamparadas”, dice María Julia. “Mi hermano dio su vida por defender lo que es nuestro. Hoy, ¿quién lo valora? Jamás ha venido alguien del Gobierno al acto que se hace en el pueblo. No nos falta nada. Sólo que le den un significado a su muerte”, añade Pedro Eugenio, con la voz entrecortada.

El crucero Belgrano se había convertido en un buque insignia para la marina. A las cuatro de la tarde de aquel domingo, navegaba fuera del área de combate declarada por Gran Bretaña. No obstante, fue atacado por un submarino inglés. Le dispararon tres torpedos; dos dieron en el blanco. La primera explosión no dejó ningún sobreviviente en el sector en el que impactó. La segunda hundió al navío unos 20 grados. Mientras el hundimiento proseguía, los ilesos cargaban a los quemados, bañados en petróleo o con asfixia. Tenían que sostenerse de lo que pudieran, debido a la inclinación. Hasta que oyeron la orden de "zafarrancho de abandono". Descendieron a las balsas, al grito de "¡Viva el Belgrano!". En ese episodio, murieron 323 personas (casi la mitad del total de muertos argentinos en esa guerra).

María Julia no puede dominar el temblor de los dedos, mientras abre los pliegos de una carta a la que el tiempo ha vuelto amarilla. Ha sido fechada, en navegación, el 21 de abril de 1982: “Para la mejor familia que hay en el mundo. Les escribo desde lejos, con la esperanza de que pronto estemos juntos, si Dios así lo quiere. Mañana no tendremos franco, pero el cafetero irá a despachar cartas. .... Deseo, de todo corazón, que se mantengan unidos. Julia, cuidá mucho de los niños; dales mis más sinceros y amorosos cariños. Decile a mi negrita de oro (en alusión a María Laura, la hija mayor) que deseo que sea muy feliz en los tiernos cuatro añitos que cumplirá. Le envío el beso más dulce que jamás le haya dado este viejo cascarrabias. Con una tremenda preocupación, por no saber nada de ustedes, y con un nudo en mi garganta, tengo que despedirme. Pero rezo, vivo y espero para que algún día seamos eternamente felices. Chau mi amor, te quiero mucho. Tal vez, más que nunca”. María Julia vuelve a doblar la carta y se la guarda en un bolsillo. Se le ha puesto la piel de gallina. Ese papel es lo último que Mario Luis alcanzó a decirle. Excepto -claro está-, cuando se pone al alcance de sus sueños. 

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