Esa mala palabra
Un violín incita una cadencia en un patio de arrabal. Voces. Silbidos. Algún tango de Arolas o Vicente Greco despabila al conventillo. Los párpados de ocho décadas liberan una milonga dormida en cuatro cuerdas. Miran con nostalgia el beso que ilumina el abrazo de Emilia y Giuseppe, aquel lunes 11 de diciembre, en la casona del barrio de Balvanera, en Buenos Aires. Ecos emancipados en dos por cuatro alborotan el año 1899, que presiente que no ha transcurrido en vano.

“Siempre fui loco por la música, tuve vocación desde muy niño. El violín me subyugaba, fue el único instrumento que realmente tuvo peso en mi vida. Mi padre era autoritario. Había que estudiar ocho horas reloj, nos controlaba. Él había decidido que yo fuera médico. La patria potestad estaba ejercida sin miramientos de ninguna especie. Yo me avine a su pedido, pero previniendo ya el desenlace”, dice.

Por la mirada zigzaguea ese purrete, zarandeado por las sílabas de una mala palabra: tango. “Vicente Greco fue al negocio de mi padre. Era 1910. Sacó un bandoneón y se puso a tocar un tango. La gente se aglomeró en la calle y empezó a aplaudir. Me puse loco. Agarré el violín y toqué ‘El morochito’ y ‘El pibe’. Se quedaron todos asombrados… Mi padre, pasmado: ‘¡qué es esto! ¡Carajo, está en penitencia!’ Entonces Greco: ‘déjelo, don Giuseppe, a lo mejor sale un catedrático del tango’. Fueron ocho días de castigo, comiendo pan y sopa en un rincón”.

La mala palabra se soldó en la rebeldía del changuito. Pelea va, discusión viene, don Giuseppe lo puso contra las cuerdas. “‘- Mirá, hijo, el tango es una palabra bastarda, nada tiene que ver con la música. - Bueno, papá, si me da a elegir, yo quiero tocar tango, me gusta con locura’. Me miró con una cara que jamás podré olvidar. ‘- ¡Fuera de aquí! ¡vete a perderte con tu música que no es música!’, y me cerró la puerta con violencia. Hacía frío y yo me quedé sentado en el umbral quietito. Me puse a llorar. No conocía la calle, no conocía nada’. Me fui a casa de mis abuelos”. ¿Veinte años no son nada? Dos décadas de silencio.

El bandoneón de Eduardo Arolas lo cobija; le abre el ventanal de la vida. Alberto Williams le desnuda los secretos del contrapunto y la armonía. El tango se muda del arrabal al centro, de la puñalada al frac. Se enreda en la noche. En las luces de París. En los cielos de Italia. Hace bailar a Chaplin. Compone. Dirige. Recrea. Innova. Triunfa. Se retira del escenario en el ‘53.

Octubre, 1972. Un homenaje tucumano lo acaricia. En agradecimiento, dona las partituras de 25 tangos de su autoría, con arreglos sinfónicos, a la Universidad de Tucumán para que su orquesta mantenga con vida el tango, con el pedido especial de que el material no sea archivado.

Su violín corneta escribe varias de las mejores páginas del tango. “Tierra querida”, “Copacabana”, “Mala junta”, “Guardia vieja”, “Chiclana”, “Moulin Rouge”, “Mala pinta”, “Loca ilusión”, “Buen amigo”, son algunas de las varias decenas de piezas que alimentan su legado. “El tango es una consecuencia de la mezcla de los pardos, los negros, y los gringos. Lo importante es meterse dentro de la melodía de cada composición. Yo nunca deformé el tango, traté de embellecerlo. Una cosa que me enorgullece es que nunca tuve al público en contra ni fui combatido por él, tal vez por algunos colegas mediocres o envidiosos”, murmura.

1980, Mar del Plata, 11 de marzo. Buscando una mejoría, las vacaciones han llevado su enfermedad de paseo. En cuatro cuerdas se columpian las olas del alma. “De rompe y raja”, el corazón tartamudea un silbido de barrio: “yo me hice allí de corazón malevo porque enterré mi juventud inquieta junto al umbral en el que la pebeta ya no me espera pa’ chamuyar…” Esa remembranza de “Boedo” quizás enduenda el violín de Julio De Caro, que ya está haciendo bailar en dos por cuatro a la muerte.

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