Mundiales: es ya mismo o nunca
La noticia es que la dirigencia nacional oficializó su voluntad de organizar dos Mundiales: el de básquet en 2023 y el de rugby en 2027. Y que hay un tercero -el de fútbol de 2030- que la FIFA mira con buenos ojos siempre y cuando se concrete a cuatro manos con Uruguay. Es que se cumplirán 100 años de la primera Copa del Mundo, aquella de la final rioplatense en Montevideo. Estas carreras ya se largaron en despachos, escritorios y cualquier otro terreno en el que pueda armarse un lobby. Menos en Tucumán.

En estos casos siempre sale a colación la frustrada candidatura de 1978, cuando a la subsede que parecía un hecho se la llevaron los vientos políticos. Del frustrado estadio en Yerba Buena quedó ese gigantesco agujero al que bautizaron La Hoya. Punto. Menos fresco está el recuerdo de 1990, cuando Tucumán aspiraba a meterse en el entramado del Mundial de básquet. Se proponía reformar el Palacio de los Deportes y la maqueta andaba de acá para allá. El proyecto naufragó, al igual que el Gobierno de José Domato, y la subsede fue a parar al estadio Delmi, de Salta.

Hay un Tucumán configurado a base de símbolos que destila un poder virtual, insinuado y jamás concretado. Un Tucumán hecho de maquetas, de planos que jamás emergen del papel con la potencia del cemento, de piedras basales y de discursos bienintencionados. Hasta de monumentos al absurdo, como el trampolín que no conduce a ninguna parte, todavía en pie en la avenida Adolfo de la Vega. Es un Tucumán extraño, curioso, digno de la literatura, por más que sepamos que la realidad siempre, pero siempre, superará a la ficción. Ese Tucumán no ayuda si pensamos en el futuro, porque la sensación es que a pesar de tantos aplazos no se aprendió la lección.

Desconfiar de las maquetas puede ser un buen comienzo. Cuando el clan Ale copó la dirigencia de San Martín vendió una Ciudadela de cartón, una estafa para socios e hinchas que exprimieron el bolsillo con la mayor de las ilusiones y terminaron enriqueciendo a una asociación ilícita. A aquel imaginario Palacio de los Deportes recauchutado que iba a albergar el Mundial de básquet de 1990 se lo llevó puesto la realidad. Pero no olvidemos que hace un par de años, cuando José Alperovich, Domingo Amaya y Germán Alfaro jugaban con la camiseta de Sportivo Cristina, también se anunció un plan de remodelación del Palacio de los Deportes. Por supuesto, con una hermosa maqueta de por medio. Dos apuntes sirven para desmalezar el tema: 1) el Palacio de los Deportes, por más reformas que se hagan, no sirve para esta clase de compromisos. 2) Alguien tendrá que decidir cuál será el destino de esa mole enclavada en el parque 9 de Julio, ¿o piensan dejarla como una dependencia del Sutrappa?

La planilla evaluatoria de una subsede es lapidaria para Tucumán. Si la Argentina luce renga en infraestructura, la provincia vive en terapia intensiva. Está todo por hacerse, lo que puede verse como una caminata empinada pero también como una oportunidad. Un desafío. Albergar un Mundial implica, en primer término, someterse a un cambio cultural. Complicado para una sociedad violenta e irrespetuosa como la nuestra eso de destilar amabilidad con los visitantes. Habrá que intentarlo. Después, poner manos a la obra en el ordenamiento de la vida urbana. Los sistemas de transporte, la hotelería, la gastronomía, la seguridad, todo debe funcionar a la perfección. Y después está la puesta a punto de las rutas, de las comunicaciones.

Todo esto cuesta dinero. ¿Es una inversión o un gasto? ¿Vale la pena en un contexto de pobreza e indigencia cuyos índices trepan bien por encima del 30% de la población? ¿Qué gana y qué pierde Tucumán embarcándose en una iniciativa de esta envergadura? ¿Cuáles son los ingresos reales que le deja un Mundial a una subsede y cuáles las obras que, lejos de erigirse en elefantes blancos, se convierten en activos permanentes y bien aprovechables? Este tipo de debate debería estar desarrollándose hoy en la provincia, al tiempo que la Confederación Argentina de Basquetbol y la Unión Argentina de Rugby juegan sus cartas en el casino del poder deportivo internacional.

El déficit argentino en infraestructura deportiva es notorio. Los Juegos Olímpicos de la Juventud, a realizarse en 2018, ayudarán a Buenos Aires a dar un paso adelante en ese sentido. Tucumán, obligadamente, debe partir de cero. Ya sea que hablemos de un polideportivo cerrado (para el básquet) o de un estadio multiuso abierto (para el rugby y el fútbol) habrá que hacerlos nuevos. Lo que hay es obsoleto, incómodo y sin margen para parches con título de remodelación. El rugby tiene la tradición, los clubes y los jugadores, le falta el estadio y por eso el Championship -torneo que reúne a las potencias del Hemisferio Sur- viaja por Salta o Mendoza. El básquet fue popular décadas atrás, pero los clubes entraron en una espiral decadente que se tradujo en una notable pérdida de prestigio. Salvo esporádicas y poco felices experiencias, la Liga Nacional siempre se vio por TV.

Una discusión interesante pasa por el emplazamiento que puede cobijar un estadio nuevo. Hay quienes apuestan por la ruta hacia El Cadillal –la zona de Los Nogales- por la conectividad con la capital y la amplitud de los espacios; hay quienes señalan la necesidad de desarrollar las zonas más postergadas de la ciudad y por eso miran al sur -el sector del Mercofrut-. ¿Y por qué no San Pablo? ¿O alguno de los corredores hacia Tafí Viejo? Y si de cambiar el perfil urbano se trata, ¿qué hay del este -Banda del Río Salí/Alderetes-? Lo seguro es que pensar en estructuras de esa naturaleza, que requieren -por ejemplo- playas de estacionamiento para cientos de vehículos, implica oxigenar los núcleos más poblados e integrar las flamantes construcciones con el verde del paisaje.

Los temas que van surgiendo a medida que se profundiza un “proyecto Mundial” son tantos que no en vano se forman comités organizadores locales, dedicados a estudiar y resolver toda clase de problemas. Ese es un paso posterior a la toma de decisión, que es política e incumbe al cuerpo social. Tucumán debería, al menos, darse un margen para visibilizar estas posibilidades, ponerlas en contexto y obrar en consecuencia. Si la conclusión es que no conviene subirse a ola será válida, lo que no cabe es lamentarse por las chances perdidas, y eso suele ocurrir cuando el tren de la historia pasa por delante de las narices y a nadie se le ocurre acercarse al andén.

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