Puñalada en una calle de Lima

Puñalada en una calle de Lima

La opinión señaló a un ministro de Bolívar como responsable del asesinato de Monteagudo

BERNARDO DE MONTEAGUDO. Imponente estatua del tucumano, que se levanta, en lo alto de una columna, en la ciudad de Sucre. la gaceta / archivo BERNARDO DE MONTEAGUDO. Imponente estatua del tucumano, que se levanta, en lo alto de una columna, en la ciudad de Sucre. la gaceta / archivo
La cuenta regresiva para la existencia del doctor Bernardo de Monteagudo empezó a mediados de 1822. El 22 de julio, el Protector del Perú, general José de San Martín, abandonó Lima para viajar a entrevistarse, en Guayaquil, con el general Simón Bolívar. El tucumano, ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores del Protectorado, despertaba grandes resistencias en la capital peruana. Era detestado en los sectores populares, por medidas como la prohibición de los juegos de azar y las riñas de gallos. Y en el mundo de los pudientes, lo malquistaba la energía implacable con que perseguía a los españoles.

De la nutrida bibliografía existente, elegimos “La cuna de Monteagudo”, de Carlos J. Salas, y “Monteagudo, el pasionario de la libertad”, de Estratón J. Lizondo, para componer las líneas que siguen.

Repudio al ministro

A pesar de que el reemplazante del Protector, marqués de Torre Tagle, insistió en que Monteagudo siguiera en la cartera, la partida de San Martín dejó indefenso a su ministro. De inmediato empezó a movilizarse en su contra el ambicioso José de la Riva Agüero, Prefecto de Lima y enemigo acérrimo del tucumano. Contaba para sus propósitos con Mariano Tramarria, un caudillo de los bajos fondos de la ciudad.

A todo esto, Monteagudo seguía tomando medidas fieles a su estilo. La mañana del 24 de julio, se esparció el rumor de que se preparaba a deportar más de 300 personas, en una lista que incluía a Tramarria. Empezaron ruidosas algaradas callejeras de protesta, instigadas por Riva Agüero. Se hicieron más populosas y violentas el 25, y llegaron a atropellar las puertas del Cabildo. Pedían la destitución de Monteagudo, y elevaron el respectivo petitorio al gobierno, con 500 firmas.

Con Bolívar

La agitación obligó a reunir al Consejo de Estado. Allí, con voz temblorosa, Torre Tagle leyó el petitorio y se hizo silencio en la sala. Entonces, Monteagudo dijo que presentaba su renuncia, que fue aceptada de inmediato. Esto no contentó a los manifestantes, quienes a la noche requirieron que el tucumano, además, fuera tomado preso y procesado.

La posibilidad de que el Ejército interviniera, movió a los revoltosos, el 29, a solicitar el destierro del ex ministro, quien al día siguiente fue llevado en barco a Panamá. Allí, supo que Bolívar estaba en Pasto y que pasaría después a Quito. Se embarcó entonces hacia Guayaquil y finalmente arribó a Quito. En esa ciudad –donde redactó una “Memoria” sobre toda su actuación- se reunirá con el Libertador venezolano, y también habrían de conversar, largamente, en una quinta del pueblo de Ibarra. Bolívar quedó francamente impresionado. Prometió al tucumano enviarlo en misión a México, en busca de medios para terminar la guerra. Pero la designación no llegó: la bloquearon las objeciones formuladas por el general Francisco de Paula Santander. El tucumano se sintió desairado, aunque Bolívar lo compensó enviándolo a Guatemala. Iba a seguir de allí a México.

Ministro enemigo


Pero sucedió que el Perú ya estaba envuelto en una escalada de crisis y requería la presencia de Bolívar. Este, en noviembre de 1823 (en una carta que llegaría al destinatario recién en febrero de 1824) el Libertador llamó a Monteagudo a su lado.

Corría abril cuando el tucumano llegó a Trujillo, entre un clima de incidencias muy serias: la sublevación del Callao y la defección de Torre Tagle, pasado a los realistas.

Monteagudo estuvo al lado de Bolívar en agosto de 1824, cuando este, en Rancas, proclamó sus tropas para iniciar la última campaña. Vinieron luego las victorias de Junín, ese mes, y luego la definitiva de Ayacucho, en diciembre.

Antes de esta última (en octubre), Bolívar había marchado a Lima con Monteagudo: el Congreso peruano, disuelto, nombraba dictador al gran venezolano, quien designó como ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores a José Faustino Sánchez Carrión. Era un enemigo acérrimo de Monteagudo y pronto tomaría la decisión de suprimirlo.

Mortal puñalada

Alguien –Riva Agüero, para algunos- le suministró el sicario. Se trataba del negro Candelario Espinosa, de 19 años, ex soldado y con prontuario de asesino. Quedó convenido que le pagarían 60 doblones de oro para ultimar al tucumano. Espinosa buscó como cómplice a un esclavo zambo de 22 años, Ramón Moreira.

Entre las siete y media y las ocho de la noche del 28 de enero de 1825, Monteagudo arribaba (o salía de allí, según también se sostiene) a la casa de una de sus amigas solteras de Lima, Juanita Salguero, ubicada en las inmediaciones del convento de San Juan de Dios. La calle estaba desierta y oscura.

Cuando Monteagudo llegó a una plazoleta que existía en la esquina sudoeste de la actual plaza San Martín, lo esperaban los forajidos. Moreira lo detuvo, a tiempo que Espinosa le asestaba una puñalada. Lo dejaron tirado en el suelo y huyeron. Mariano Billinghurst acertó a pasar por el lugar, y vio que dos frailes levantaban un cuerpo. Corrió a buscar un médico, y logró hallar al doctor Francisco Román.

La pista del arma


Pero cuando este arribó, ya Monteagudo estaba muerto. No pudo hacer otra cosa que extraer el cuchillo que, decía Billinghurst, “penetrándole por debajo de la tetilla izquierda le había atravesado el cuerpo, saliéndole por la espalda y partiéndole el corazón”.

Según este testimonio, “Monteagudo vestía con elegancia y las ropas que llevaba puestas sirvieron para reconocerle”. Tenía “un anillo de oro cincelado” en el anular izquierdo, un reloj inglés de oro con cadena y un alfiler de corbata “de zafiro orlado de diamantes”. Llevaba en los bolsillos 6 onzas de oro y monedas de plata.

La noticia consternó a Lima. De inmediato se esparció el rumor general que señalaba como instigador de la muerte a Sánchez Carrión. El mismo Bolívar acudió a ver el cadáver y, muy conmovido, dispuso medidas inmediatas para individualizar a los matadores. El general Tomás de Heres le aconsejó indagar por el lado del puñal del crimen, que le parecía una buena pista.

Dos capturas


En esa época, los únicos que afilaban cuchillos eran los barberos. Entonces, se convocó a los 83 existentes en Lima y uno de ellos, Genaro Rivera, reconoció el arma. Declaró que un joven de color le había encargado afilarla, el día 26. La policía llamó a presentarse a todos los hombres de color, y allí fue reconocido Espinosa. Poco después, se detuvo a Moreira.

Este declaró que Espinosa lo había buscado para que fueran a robar algo. Que cuando vieron a Monteagudo, le dijo “ese tiene reloj, vamos a quitárselo”. Que Espinosa se abalanzó sobre el hombre, cuchillo en mano. Que salieron corriendo y que Espinosa le comentó: “hasta el cuchillo se lo he dejado adentro, vaya por las que ha hecho”. Obviamente, contradecía su versión el hecho de que no lo robaron.

Pero Espinosa, careado con Moreira, se cerró en que ignoraba que el hombre a quien mató fuese Monteagudo; que sólo quería robarlo, y que no era sicario de nadie. Mantuvo esa versión a pesar de que lo torturaron. Finalmente, -según el relato del coronel Espinar- dijo que revelaría el secreto del crimen, pero solamente a Bolívar.

Confesión a solas


Fue llevado al palacio y el Libertador venezolano se encerró con él. Tras prometerle que le perdonaría la vida, Bolívar recibió confidencias de cuyo contenido nunca habló.

Pero en 1878, el general Tomás Cipriano Mosquera, quien fue secretario privado y tenía la total confianza de Bolívar, aseguró que sabía perfectamente el contenido de esa entrevista. Narró que, interrogado –algo teatralmente- por el Libertador, el reo confesó que Sánchez Carrión le había encargado matar al tucumano. Se ha interpretado que luego Bolívar -con ese pragmatismo habitual en los estadistas- pensó que procesar a un hombre de tanta influencia como su ministro, iba a acarrearle solamente problemas. Al fin y al cabo, por más aprecio que le tuviera, Monteagudo ya era cadáver y no había remedio para eso.

Mas tarde, Espinosa cambió su declaración y acusó a otras tres personas como autores intelectuales: las tres fueron arrestadas y liberadas por falta de pruebas. De todos modos, fracasaron las apelaciones y Espinosa quedó condenado a muerte.

Un mar de dudas

Fue entonces que Bolívar, el 4 de marzo de 1826, dictó un asombroso decreto, donde cumplía lo prometido en aquella reunión a solas. Utilizando sus “facultades extraordinarias” por primera y única vez, conmutó las penas por el crimen de Monteagudo. Cambió la de muerte, de Espinosa, por diez años de prisión y destierro, y redujo la prisión de diez años de Moreira a seis.

Así, la muerte de Monteagudo quedó envuelta para siempre en un mar de dudas, aunque la opinión pública la atribuyó invariablemente a Sánchez Carrión.

Varios años después, el general San Martín, en una carta escrita el 25 de abril de 1833 a Mariano Álvarez, tocaba el sangriento tema. Escribía que “no ha habido una sola persona que venga del Perú, Chile o Buenos Aires, a quien no haya interrogado sobre el asunto; pero cada uno me ha dado una respuesta diferente: los unos lo atribuyen a Sánchez Carrión, los otros a unos españoles, otro a un coronel celoso de su mujer. Algunos dicen que este hecho se halla cubierto de un velo impenetrable: en fin, hasta el mismo Bolívar no se ha libertado de esa inicua imputación; tanto más grosera cuanto que, prescindiendo de su carácter particular incapaz de tal bajeza, estaba en su arbitrio, si la presencia de Monteagudo le hubiera sido embarazosa, separarlo de su lado sin recurrir a un crimen que, en mi opinión, jamás se comete sin un objeto particular”...

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