“El conocimiento es el abuelo que está dentro de uno mismo”

“El conocimiento es el abuelo que está dentro de uno mismo”

El 23 de mayo se cumplieron 24 años de la partida del creador de “Luna tucumana”. En agosto de 1986, don Ata fue distinguido por la Municipalidad capitalina. Una entrevista inédita

Monte. Luna. Silencio. Relámpago de grillos. Coro de tuquitos. La noche arrastra una ausencia en la prima. “Por esos cerros se llevan los vientos los tristes acentos de mi soledad. A veces el llanto se vuelve canto en el andar…” En la boca de la guitarra, amanecen pájaros, yuyos, árboles, pedregales… La bordona sacude nostalgias. El cielo le tinquea estrellas tucumanas en el alma. En los sueños del corazón viaja esta tierra. Los caminos de la distancia lo trajeron varias veces en la última década de su vida, incluso hasta poco antes de perderse en el sosiego criollo del universo el 23 de mayo de 1992, hace 24 años. Tuve la suerte de entrevistarlo en esas ocasiones al cantor de artes olvidadas. En víspera de un reconocimiento de la ciudad, el 28 de agosto de 1986, volvimos a conversar con Atahualpa Yupanqui.

- La Municipalidad lo va a declarar “Hijo y artista dilecto de San Miguel de Tucumán”...

- Es una sorpresa que me conmueve por muchas razones. No sé si será reconocimiento popular, pero el artista va cumpliendo con uno de los verbos más hermosos que tiene la historia de la humanidad, que es el de dar, para mí es el verbo fundamental, el motor de la vida es dar, me parece un verbo bárbaro, pobre de aquel que no tenga qué dar. ¿Y yo qué puedo dar? Tucumán me dio fraternidad, amistad, la sencilla fraternidad de paisano a paisano, de caminante a ciudadano. Yo, con qué podía pagar… cuando llegué a Tucumán con 14 pesos, una pensioncita… La primera vez que vine tenía 9 años, me trajo mi padre y vivía en Taficillo, en Muñecas, vino por dos o tres meses. Él era ferroviario. Juntó dos o tres licencias y vine con mis hermanas, vinimos los cinco. Entre mis recuerdos fundamentales… hicimos una excursión al Aconquija, había un trencito que paraba por Floresta, donde estaba La Tule, por ahí, pasando Villa Luján, se detenía allí… había coches tirados por caballos que llevaban a la gente por monedas, una excursión que quería hacer la familia… Recuerdo que mi madre tenía esas valijas que se cerraban tipo parteras, casi automáticas, y había comprado una docena de naranjas para las doce del día. Habremos ascendido 200 metros, mi mamá iba adelante con mi hermana, mi padre venía más abajo… mi padre era alto, flaco, activo... y en eso mi mamá pregunta si queríamos naranjas. Abrió la valija y saltaron tres o cuatro naranjas al vacío, entonces pegué el manotón, como yo era el atleta de 9 años, el varoncito, pegué el manotón y se me fue el cuerpo. ¿Sabe la rodada que pegué? Unos 120 metros (rrrrrrrr, imita), había dos abismos, uno a pique, del lado derecho, del naciente, piedra abajo y río, y el otro, manso, lomadas y algunos troncos caídos, choqué, todavía tengo mi rodilla… siempre me molestó la pierna derecha… Mi madre quedó alelada, ¡se le desapareció el chico! Mi padre llegó al minuto. Tuvo que bajar ayudándose con su cuchillo y me salvó. Siempre pienso: ¿no será que esa tocada a fondo del paisaje tucumano ha hecho que yo criara raíces aquí?

Se levanta en el cerro la voz doliente de una baguala y el camino lamenta ser el culpable de la distancia…

- ¿Qué le atrajo de Tucumán? ¿Qué es lo que ve en su paisaje?

- La totalidad… indudablemente en mí, ha sido la música la más formidable y colosal vocación de mi vida. A mí siempre me ha gustado tararear canciones, valsecitos de otros, cuando chiquilín, todos los cantos los aprendía, nunca se me ocurrió hacer yo canciones. Cuando tenía 12 años empecé a estudiar con seriedad la guitarra y a veces cantaba, pero canciones populares que oía a los peones del ferrocarril: trovas, estilos de la pampa, del lugar donde estuviera destinado mi tata. La primera vez que hice una canción, tenía 19 años, se llamó Camino del Indio, que era un recuerdo de acá, de Taficillo, de un señor de acá… A la siesta, la mamá nos mandaba a descansar, con mi hermano, abríamos la ventana y salíamos. Y había un viejito, don Dionisio, no me acuerdo de su apellido, que estaba a 500 metros de la ventanita, tenía una quintita con tomates y unas higueras lindas y el viejito nos enseñaba en quechua (¡de dónde sería ese hombre!) el nombre de los pastos, por ejemplo: “No se dice jacarandá, sino tarco, no se dice lapacho, sino lapachu”, lo diría él, porque nunca lo he oído en quechua y eso que lo he estudiado ni le he visto la u… Nosotros aprendíamos, le decíamos don Dionisio, el indio, y pasaron mucho años, diez años, cuando tenía 19, recibo una carta de una gente amiga, los Rivas Jordán, de Tafí Viejo… había una señora poetisa que escribía versos… ella era Rodríguez de apellido, me acuerdo porque su padre, Antonino Rodríguez, fue maestro de la primera banda que había aquí por Tucumán, decían que era autor de la Zamba del Once. Escribió a mi familia: “¿Se acuerdan del indio que les enseñaba palabritas de pastos y hierbas a los chicos suyos? Bueno, ese indio se ha muerto”. Me afloró la infancia, me causó mucho sentimiento, mucha pena, y así fue la primera composición que hice, Camino del Indio. Así surgió, sin nombrar a Tucumán, estaba el paisaje, el paisaje, el recuerdo de ese episodio de la infancia.

Yo soy gaucho curtido, mato las penas cantando igual que las charrascas en el sunchal de mi campo.

- Antes, la gente era muy distinta en cuando al apego a las costumbres, a la tierra…

- Sí, claro, en aquel tiempo el hombre tenía que inventar los elementos de su propio bienestar o de su pasatiempo, no existía la radio, la televisión, en aquel tiempo no existían, entonces el hombre, el paisano... yo lo he visto cuando muchacho joven en Raco, en Tafí Viejo, en Tafí del Valle, en Amaicha… en la alforjita cabía justo la vitrola, la más barata, una vitrolita que había que darle cuerda cada minuto para poder tocar el disquito que valía 2 o 3 pesos, no era un negocio vender discos, pero era un pasatiempo muy agradable. Entonces el paisano tenía que inventar su zamba, su canción, su propio canto para entretenerse en un cumpleaños, en una fiesta, en un bautismo… siempre había un tío que tocaba un poco la guitarra, mal o regular, pero ahí estaba, algunos el bandoneón ya con mucho lujo, cuando eran changos de 18, guitarrita y bombo… La cuestión era entretenerse y entretener a los demás para las navidades, los acontecimientos rurales, familiares, eso iban creando los músicos, vale decir eso que se llama ahora el folclore era el canto popular rural, no muy bien expresado, no eran muy profundos los versos ni muy filosóficos, tampoco eran vulgares porque había algo que los defendía: el paisaje, la soledad, la noche, el viento, un montón de elementos que el hombre captaba, vivía y respetaba sobre todo. Después ya vino lo otro, ya vino el hombre que podía comprar el disco, vino la abundancia… Al hombre rural le era más fácil tener el disco que inventarse una zamba como las de antes, La Guarisca, La Gorosteadita, La Calzón Verde, todas esas zambas… La Calzón Verde era por acá de Trancas, hermosa zamba, las letras eran medio guaranguitas algunas: Si yo no te hago el cielo, te haré carnero, José Julián… pero la música era deliciosa, criolla, ¡bien tucumana! Era un gusto ver bailar esas zambas antiguas que doña Jovita las llamaba “zambas madres”… Era una abuela y decía: “Esa zamba no es una zamba cualquiera, es una zamba madre, porque mi abuela o mi mamá, cuando yo era muy niña, la sabía bailar, son zambas madres, modelos”. De esas lonjas salieron muchos tientitos, zambitas que fueron tomando los traviesos de buen oído que ahora súper abundan.

- ¿Qué otra historia le trae el viento de sus andanzas tucumanas?

- En Raco, vivía Manuel Arce… yo tenía costumbre de cuando viví mucho tiempo en Raco, como tres, cuatro o cinco años, tenía un ranchito, y los reunía los sábados a los paisanos. Su hija estaba casada con Chocobar, mi compadre; yo soy padrino del hijo, del Apolinario. Entonces los reunía los sábados y de acuerdo con lo que cobraba en LV12, que era poquito, compraba cuatro o cinco kilos de asado y ellos hacían empanaditas, entonces mientras se hacía el asado les leía un capítulo o dos de don Segundo Sombra, en dos domingos lo terminábamos y seguíamos con La Vorágine, Radiografía de la Pampa… eso lo aprendí de la vida, de la batalla del libro, acercar los libros al hombre, a los que no saben leer ni escribir. Entonces al cerrar Don Segundo Sombra, pregunté qué les había parecido y dijeron: “muy lindo”. Me dio la impresión de que don Manuel se quedaba con algo adentro, se veía su inteligencia, su serenidad. “Acá hay tercera dimensión”, me dije. Le pregunté: - “¿Qué le pareció, don Manuel?” - “Es la vida de un tropero, tá bien pintada…” - “Bueno, me ha dao los sí, ¿y los no o los quién sabe?” - “Bueno, no deja de no tener... Es la vida de un tropero pero parece contada por el dueño de la tropa…” (se ríe) Contada por Güiraldes, un gol de media cancha. Se lo conté a Miguel Ángel Asturias y me dijo: “No me extraña, era americano” porque él era mestizo maya, tenía una receptividad para esas cosas…

Cuando voy a la loma se me hace que subo al cielo a buscar una estrella vidita ‘i para tu pelo…

- ¿Cómo lo ve al folclore actual?

- Ya no lo veo. Siempre sostengo alguna cosa o comento algo que dijo la gente de mi familia: “M’ hijo, usted es un cantor de artes olvidadas”. “Entonces cuál será mi misión, ¿procurar que la gente no olvide?” “Ah, no sé”, me decían las tías. La definición me gustó mucho, tan es así que me mandé a hacer una medallita que decía de un lado: Atahualpa Yupanqui, y del otro: “Cantor de artes olvidadas”, por si algún día me caigo en la calle tieso, por lo menos que sepan quién soy y quién era... Yo sé que soy un cantor de artes olvidadas y no de artes olvidables, olvidadas por el aluvión de estas nuevas cosas que le llaman tecnología, nuevos conocimientos que no son tales para nuestros muchachos, no son conocimientos, el conocimiento corre apareado a la conciencia, cuando no hay conciencia no hay conocimiento. El conocimiento es el fruto de una larga meditación, es una matemática del alma, es el abuelo que está aconsejando, tinqueándole el lomo, que está adentro de uno mismo, diciendo: “No metás la pata”. Esta gente parece como decían las viejas de antes: “parece sin abuelo”.

- ¿Cuál es la misión del artista?

- Volver a las fuentes, que no quiere decir retrotraerse, negar la tecnología, el avance, la luz… como decía Yamandú Rodríguez: “No es necesario matar a los abuelos pa’ que vivan mejor los nietos”, y tenía razón.

- ¿Cuáles son nuestras fuentes?

- Todo, La Rioja, Tucumán, la pampa, lo que Ricardo Rojas llamaba tan bellamente los tres misterios argentinos: la llanura, la selva y la montaña. Ahí cabe todo: las religiones, los misterios, los miedos, los corajes, el coraje de San Martín, de Belgrano, del sargento Cabral que era correntino, en fin, cabe el hombre que es el mejor paisaje, el paisano, el que lleva el país adentro. Creo que el camino es ese: volver…

No me asustan los caminos ni arenas ni pedregal, por muchos que haya en el mundo, no son los caminos de mi Tucumán…

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