La declaración de 1816 fue un acto de coraje

La declaración de 1816 fue un acto de coraje

Los diputados reunidos en Tucumán votaron por unanimidad la Independencia, justo en el momento más difícil y peligroso de la revolución americana. Por Carlos Páez de la Torre (h) - Redacción LA GACETA.

EPICO. Así reflejó Léonie Mathis el momento de la Jura. La acuarela está en el Museo Avellaneda. EPICO. Así reflejó Léonie Mathis el momento de la Jura. La acuarela está en el Museo Avellaneda.
09 Julio 2009
Es sabido que la declaración de la Independencia en Tucumán, el 9 de julio de 1816, constituyó la reafirmación jurídica del pronunciamiento libertario que -bajo el inicial pretexto de fidelidad al cautivo  Fernando VII- se inició en Buenos Aires el 25 de mayo de 1810. Pero no siempre se destaca su centelleante carga épica.
Hay que mirar el contexto en que se produjo. En 1816, la revolución independientista en América estaba rodeada del marco más sombrío que pueda imaginarse. El rey Fernando, de vuelta en el trono, se proclamaba dispuesto a sofocar la insurrección del continente a sangre y fuego. Horas de derrota vivían los patriotas en México, en Venezuela y en Colombia.
En Chile, después de Rancagua, los realistas habían vuelto a asentar su dominio. En el norte, la derrota de Sipe Sipe había terminado con la campaña al Alto Perú, y sólo las guerrillas de Güemes contenía el avance de las tropas españolas. Los portugueses se preparaban a invadir la Banda Oriental.

Disputas internas
Como si fuera poco, ardían simultáneas las disensiones internas entre los patriotas: la principal, el enfrentamiento con el caudillo oriental José Artigas, que se había traducido en la negativa de la Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe, de designar diputados a un Congreso que desconocían. Y a esto había que sumar aún otros conflictos caseros.
El Ejército del Norte parecía casi a punto de sublevarse, por las ambiciones que animaban a su jefe, José Rondeau, de ser director supremo.
En La Rioja, había sido depuesto el gobernador por un movimiento armado de inspiración artiguista, que obligó al Congreso a enviar hasta allí al coronel Alejandro Heredia.
Es en ese clima de enorme tensión y de franca incertidumbre, que se reúnen los diputados en Tucumán.
La provincia había sido designada sede, en el Estatuto de 1815, porque era la única posible. Buenos Aires despertaba fuerte desconfianza; en Córdoba era visible la influencia de Artigas; las provincias de Cuyo estaban demasiado lejos, y Salta y Jujuy demasiado próximas al enemigo. Salvo figuras como Juan José Paso y Juan Martín de Pueyrredón, no eran los congresales hombres de primera línea. Abogados y eclesiásticos (esto último en su mayor parte: 11 sobre los 29 firmantes del acta) y prácticamente todos doctorados en Córdoba o en Chuquisaca, no tenían por detrás actuación especialmente importante, salvo su condición de patriotas de la primera hora.
Si hubiera que darles un común denominador, se los podía caracterizar como buenos y prestigiosos vecinos, auténticamente representativos de las provincias en cuyo nombre venían. Y bien, sucedió que en ese contexto de tan francas acechanzas a la revolución americana, estos hombres comunes votaron unánimemente, el 9 de julio, la independencia. Ante la faz de la tierra, se declararon libres tanto de los reyes de España y su metrópoli, como de cualquier otra dominación extranjera. Y pusieron "sus bienes, haberes y fama" como garantía del juramento que prestaban.
No puede negarse entonces que la declaración de la Independencia fue un formidable acto de coraje. Ese coraje que no está formado por la exhibición o el uso de la fortaleza física, sino por la actitud serena de quien actúa, sin temores y en medio de las circunstancias más difíciles, de acuerdo a lo que considera, simplemente, que es su deber.
Esto presta a la declaración de julio un significado adicional, que la hace mucho más honrosa, si cabe. El pronunciamiento fue el punto más alto del Congreso: el que justificó toda su existencia en ese momento y, por siempre, en la historia de la Nación Argentina. Lo que vino después, ya no sería sino decadencia.
Es sabido que las ideas monárquicas envolvieron la mente de la mayoría de los diputados durante varios meses. Es que en su espíritu no existía vinculación alguna entre la libertad que declaraban y la forma de gobierno que en definitiva tendría el Estado.
Trasladada la corporación a Buenos Aires a comienzos de 1817, habría de sancionar la Constitución de 1819, que las provincias rechazaron. Luego, en  1820, el triunfo de los caudillos en Cepeda hizo que la famosa asamblea se disolviera. Como escribió Avellaneda, "el Congreso desaparece en el caos y no se escucha su voz ni siquiera subiendo del fondo del abismo. Su historia se cierra, como los poemas indios, en las tinieblas y en la sangre".

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