“No puedo comprender que un señor pueda emplear 30 páginas para describir cómo da vueltas y más vueltas en su cama antes de encontrar el sueño”, exclamó André Gide. Acto seguido arrojó la novela total al cesto. Gide había leído (a medias) Por el camino de Swann, la primera de las siete partes de En busca del tiempo perdido. De ese juicio lapidario la editorial Gallimard se arrepintió unos años después, justo a tiempo para subirse a la prosa incomparable de Marcel Proust y a su obra monumental.

Así como James Joyce concibió el día más largo de la historia de la literatura, Proust se encargó de activar los mecanismos de la memoria a un extremo nunca antes ensayado. Ni siquiera imaginado.

La novela está amarrada a la vida de Proust, el bon vivant que cambió los salones parisinos por la reclusión absoluta una vez que tuvo en la cabeza las partes constitutivas de su obra. Para Proust el trabajo era oscuridad y silencio, incompatible con el hedonismo que había caracterizado su juventud. De esa etapa salieron Marcel -el protagonista de la novela-, su madre y su abuela; Albertina, Charlie Swann, Odette, la duquesa de Guermantes... Casi todos los personajes.

Leída en francés, la prosa de Proust es música pura. De allí el desafío para los traductores. Pedro Salinas y Marcelo Menasché salieron airosos de la tarea. No fueron los únicos que llevaron las más de 3.000 páginas de la novela al español.

Proust había convivido con lo más granado de la sociedad francesa de fines del siglo XIX, con el perfil suficientemente alto como para involucrarse en el “caso Dreyfus”. Años de puro y fructífero roce intelectual y de profunda observación de discursos y costumbres. También de lecturas, al punto de convertirse en un erudito. Pero así como Borges abofetea al lector con sus conocimientos inagotables, Proust los desliza entre líneas.

Proust -que murió a los 51 años- era asmático. Esa fragilidad le impidió combatir en la Primera Guerra Mundial, situación que le provocó una indisimulable amargura. Durante todos esos años escribió los siete tomos de En busca del tiempo perdido: empezó en 1908 y concluyó en 1922.

El amor, la mundanidad (que no es otra cosa que el esnobismo, concepto proustiano) y el arte son los grandes temas. No los únicos. Proust los encajó en la vida de Marcel y los expone en cada recuerdo de su protagonista. Cada hecho está desmenuzado, glosado, tamizado por la maquinaria de los recuerdos. Lo mismo ocurre con los personajes, con los lugares, con los olores. Proust decía que escribir una novela es tan complejo como construir una catedral gótica. Lo demostró.

El afán descriptivo, la reconstrucción de una vida que es En busca del tiempo perdido, implicó cerrar el círculo de la literatura realista que Proust había leído de Victor Hugo, Balzac, Zola, Maupassant y, en especial, de Flaubert. Y de sus admirados escritores rusos, con Dostoievski a la cabeza, capturó el realismo psicológico. La más honda de las introspecciones. Por algo se trata de una novela de cabecera para psicólogos y psiquiatras. Gilles Deleuze afirma que el de Proust es un texto de aprendizaje sobre el deseo (en su caso, de escribir). Roland Barthes quedó enganchado con la mecánica de funcionamiento que establece Proust entre los nombres y la memoria. Las entradas para investigar En busca del tiempo perdido son tan infinitas como el universo que se abre, por ejemplo, al mojar una magdalena en el té.

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*Publicado en 2013.