En las dos oportunidades que Juan Acha visitó la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán agitó los debates de docentes y alumnos. La institución había apostado siempre a los talleres prácticos, pero poco o nada a la enseñanza de las materias teóricas.

Acha principalmente, y también Mirko Lauer, Néstor García Canclini y Ticio Escobar, comenzaron a pensar el arte desde América Latina y no desde Europa. Y allí constituyó su gran aporte, que solo pudo hacer pie en Rosario y en esta provincia, y escasamente en Buenos Aires. En su primera llegada, el aula B sobre el jardín del patio central del edificio se atiborró de público, mientras el maestro dibujaba sus triángulos en el pizarrón y con gran y jocosa lógica desmontaba el concepto de identidad.

Hace 25 años falleció este teórico que se había formado como ingeniero químico en Perú y que tuvo que emigrar y radicarse en México, ya como docente y pensador. Con sus exposiciones se aprendió que el arte era el nombre del sistema de bellas artes, creado hace apenas unos siglos (en el Trecento) y que no era lo mismo la estética que el arte.

Planteó la crítica de arte como una producción teórica y fue mucho más allá de la descripción general y particular; defendía la actividad como conceptual, como conocimiento, y tomaba distancia de la crítica de los poetas.

Enseñaba que todo sistema cultural estaba constituido por tres actividades básicas: producción, distribución y consumo. La obra surge del individuo que la realiza, de la sociedad donde él vive y del sistema cultural al que pertenece. Siempre, todo entendido desde la razón y la sensibilidad, desde las artes, las tecnologías y las ciencias en total relación.

Acha recorrió la historia del arte sin prejuicio y caracterizó la existencia y diferencia entre las artesanías, las artes “cultas” renacentistas y las industriales que vinculó con el diseño del siglo pasado. A partir de los 80 se interesó por los no objetualismos y, principalmente, la geometría. En sus clases hablaba mucho del arte en Venezuela, Brasil y México. En los apuntes de entonces quedaron registrados títulos como “Los problemas de identidad”, “Instalaciones”, “Televisión y video” y “Funciones”.

En su primera visita en 1988 brindó el curso “Nuestra realidad artística. Métodos de su análisis”. La noche que llegó, un grupo de profesores lo conoció en una austera cena en un restaurante de San Lorenzo al 300. Entre los más animados estaban Enrique Guiot y Myriam Holgado que habían conocido sus propuestas en el exilio, con el crítico Francisco Fernández; y también Ezequiel Linares, entre otros. Al día siguiente no había docente que no participara de su curso (en verdad, se trataba del primer arribo internacional luego de la dictadura). Una opípara cena en la casa del decano Carlos Navarro (en avenida Mitre casi San Martín) selló su relación con la facultad. El “viejito simpático que sabía mucho” se había convertido en el maestro que obligaba a reflexionar sobre el arte y su producción.

Luego regresó en 1992, y finalmente nos encontramos en las Jornadas Internacionales de la Crítica (Buenos Aires, 1994). Provenía del marxismo y de una militancia que se desconocía (hace pocos años se difundió su actividad política en Perú). Se transformó en un marxólogo, un estudioso de las ideas de Marx y Engels, que había sido capaz de cuestionar la dependencia inmediata del arte de la superestructura a la estructura económica. Con sus análisis (los triángulos), despegó del dogma.

Hace un cuarto de siglo moría el hombre que enseñó a pensar el arte en Tucumán.