Apenas un mes después, todo cuanto puede practicarse en el Poder Judicial de Tucumán es un inventario de sus ruinas. La denuncia de Enrique Pedicone contra Daniel Leiva, y la contradenuncia del vocal de la Corte contra el juez de impugnación, fueron las primeras dos detonaciones de una sucesión de estallidos que han desmoronado la poca o mucha buena imagen de los tribunales de la provincia.

La acusación de Pedicone, que se sustenta en grabaciones que difundió LA GACETA, consiste en que Leiva, presuntamente, le pidió que “maneje la intensidad” del proceso contra el legislador Ricardo Bussi, quien fue denunciado por supuesto abuso sexual, según el opositor sea más o menos funcional al oficialismo. Es decir, la Justicia no es una dama que porta una balanza, sino la operaria de una morsa industrial para apretar jueces y comprimirlos hasta reducirlos a instrumentos del poder político, que a su vez aprietan a políticos hasta “alinearlos”.

Leiva todo lo ha negado. Dice que no hubo conversación y que los audios son “fabricados”. Y afirma que este supuesto invento de Pedicone responde a una doble razón. Por un lado, una represalia del juez contra la sanción que le aplicó la Corte por actuar, presuntamente sin contar con competencia para ello, en una causa. Por el otro, para desviar la atención respecto del hecho de que, en menos de un año, ordenó el cese de prisión de un centenar de procesados por delitos graves: en todos los casos, la Corte revocó esas sentencias liberatorias. Es decir, la Justicia no es una dama que porta una espada con la que defiende el derecho, sino la portera de una puerta giratoria por la que los imputados de delinquir entran a la misma velocidad con la que salen. Y, detrás de la puerta, hay un universo de jueces que interpretan las normas no de acuerdo con la jurisprudencia sino según su señorial voluntad. Hasta el punto de que actuarán, inclusive, cuando no tengan competencia para hacerlo.

Derrumbes

Por supuesto, puede que sólo la primera de las versiones sea real, y en esa línea se inscribe la actuación del Colegio de Abogados de la capital, que le advirtió a la Legislatura (cuando la Cámara solicitó a la Justicia el detalle de los fallos mediante los que Pedicone presuntamente liberó a los procesados por homicidios, abusos sexuales y robos agravados) que estaba excediéndose de sus facultades constitucionales y, con ello, avanzando sobre otro poder del Estado y, por tanto, atentando contra el sistema republicano de Gobierno.

También es posible que sólo la segunda de las versiones sea real, y en esa línea se inscribe el pedido de juicio político presentado por el abogado Gustavo Morales contra seis magistrados penales, a los que acusa de presunta negligencia en el ejercicio de sus funciones, por no llevar a juicio a Alfredo Sebastián “Hormiga” Quiroga, por un homicidio que habría perpetrado en 2014. “Hormiga” recobró su libertad y participó, el sábado 12, del asesinato de Ana Dominé.

Para mayores ruindades, cabe la posibilidad de que las dos lecturas sean, simplemente, complementarias. La Federación Argentina de Colegios de Abogados (FACA) no descarta ese escenario, y por ello se ha pronunciado pidiendo el apartamiento tanto de Leiva como de Pedicone. Y esa entidad federal, inclasificable en el maniqueísmo tucumano respecto de si “está de un lado o de otro”, le ha demandado a la Corte Suprema de Justicia de Tucumán que actúe. Porque allí todo sigue (al decir de Osvaldo Soriano) como si nada, nadie, nunca.

Que eventualmente ocurre lo uno y lo otro, por cierto, es el síntoma que exhibe el barómetro institucional en que se ha convertido, momentáneamente, la comisión de Juicio Político de la Legislatura: del 1 al 25 de septiembre acumuló siete pedidos de destitución contra Pedicone y seis planteos de remoción contra Leiva. A fuerza de promedios, fue una solicitud de expulsión de alguno de los dos magistrados cada 48 horas.

Escombros

Pero que estos derrumbes no tapen la montaña de escombros que se levantan en el Poder Judicial tucumano. Pedicone se fue de la Asociación de Magistrados dando un portazo, declarándose asqueado por el “silencio” de la entidad que nuclea a los jueces tucumanos “ante el ataque que sufre el Poder Judicial” y acusando a su presidenta, Marcela Ruiz, de “especular” para ser designada vocal de la Corte Suprema. Es decir, que Pedicone sostiene que hay una porción de la magistratura provincial que rinde reverencia al poder político. Como si su lema fuese “Que ningún Gobierno nos encuentre en la vereda del frente”. Y hay, por cierto, no pocos jueces y juezas (y ni siquiera de primera instancia) que claman por la cabeza de Pedicone calzada en una pica en la plaza Yrigoyen. Olvidados de la imparcialidad que demandan desde la sociedad hasta el Pacto de San José de Costa Rica.

No menos cierto es que hay otro sector de la judicatura que observa lo que ocurre entre el estupor y la alarma. Miembros sin ambages que no quieren caer en un bando ni en otro. Que no hacen profesión de fe de los miembros de la Corte, pero tampoco de Pedicone, al que ven “fugándose a la terraza”. En la azotea ya no hay más pisos por escalar, así que la única alternativa es saltar y no son pocos los que consideran que, antes de brincar, acaso a la política, el ex camarista penal se está atando el mantel del Poder Judicial a la cintura.

Todas estas conspiraciones, renuncias y elucubraciones desembocan en un desmoronamiento común: ni siquiera los propios magistrados creen en la Justicia. Y descreen de ella no sólo en el discurso, sino también en los hechos: los audios en los que, según Pedicone, está registrada su conversación con Leiva (diálogo que el vocal sigue negando) todavía no han sido entregados en sede judicial. El juez de Impugnación los dejó a resguardo en una escribanía y exigió al Ministerio Público Fiscal, como condición para entregarlos, que se le otorguen garantías de preservación.

¿Qué queda para el común de los ciudadanos? Una desconfianza por la Justicia oceánicamente mayor que la que expresan los miembros de los Tribunales. Por caso, el incidente con las actas que Pedicone acompañó en su denuncia del 1 de septiembre, en las cuales el secretario Fernando Valladares da fe de los audios, fueron declaradas falsas por el mismísimo secretario Fernando Valladares. No es una novela de enredos: es una película de terror. A los ojos de los tucumanos ha quedado expuesto que los actos judiciales que dan fe de la legitimidad de un instrumento no son ninguna garantía de verdad. Un mismo funcionario judicial puede decir el 28 de julio que todo es cierto, pero el viernes 4 de septiembre puede jurar que todo es falso. O, para no perder de vista las ruinas, un mismo secretario puede decir que es cierto que un vocal de la Corte cita camaristas para apretarlos y, después, afirmar que fue el camarista quien lo apretó para que dijera que existe aquello que nunca tuvo enfrente. Si la mentira es verdad y la verdad es mentira, la Justicia no es una dama de ojos vendados que hace lo correcto sin mirar a quién, sino una pobre persona con la venda en la boca, cuya palabra no vale nada.

Cenizas

Tan superflua se ha tornado la palabra judicial que el gran debate que hoy resuena en las ruinas de la Justicia, un mes después de que la denuncia de Pedicone y la contradenuncia de Leiva comenzaran a derrumbarlo todo, es si la denuncia penal del ex camarista contra el vocal debe tramitarse por con el Código Procesal Penal anterior (Ley 6.203) o con el nuevo (Ley 8.933). La defensa de Leiva reivindica que la fecha del hecho que denuncia Pedicone es el 28 de julio, cuando estaba vigente el digesto anterior. La defensa de Pedicone esgrime que la denuncia existe desde 1 de septiembre, cuando entró en vigencia el nuevo Código, al que reivindica como promotor de un sistema de procesos públicos y orales, contra el mecanismo de expediente secreto y escrito del régimen procesal anterior.

No se trata de que la reivindicación de un Código o de otro sea una opinión válida o inválida: el asunto es que el debate es, en sí mismo, baladí. El de la Justicia tucumana no es un problema de digestos: es un problema sistémico. Puesto en términos del barrio, estos códigos con la música de los procesos, que marcan diferentes ritmos. El problema es cuando los destinatarios no saben bailar. Y el drama adviene cuando, en realidad, no quieren salir a la pista.

Sin desatender lo novedoso y superador del nuevo esquema que rige desde este mes con la Ley 8.933, lo cierto es que el sistema anterior, que estuvo vigente en Tucumán hasta el 31 de agosto, funcionó acabadamente en Córdoba. Entonces, el problema no son las reglas sino la estructura que debe aplicarlas.

Un Código Procesal es, justamente, un conjunto de procedimientos para construir investigaciones de casos y administrar justicia. La cuestión es qué y cuánto, exactamente, se puede construir sobre un escenario de cenizas.