Contradicciones. Autocrítica. Dudas. Desconcierto. La ventanilla del ómnibus, que lo lleva de regreso a casa, siluetea sus pensamientos. “Di mi primer concierto a los 15 años, pero no tenía nada de niño prodigio. Toqué un concierto de Max Ernst horriblemente difícil (no lo volví a interpretar después). Mi debut no fue glorioso, más bien un desastre. En mi opinión, yo había tocado bien, pero los críticos me despedazaron”, dice.

1920. 21 de julio. Cuatro cuerdas del alba están acariciando ese miércoles la sonrisa de un changuito en Kremenets (Ucrania). El horizonte pinta la incertidumbre de Clara y Salomón. Intuyen que el cachorro de apenas 10 meses tendrá más porvenir en los Estados Unidos. San Francisco les abre los brazos. Los padres no se dejan impresionar por los primeros éxitos del niño violinero. Lo apartan de la actividad concertística, lo ponen bajo la tutela del pedagogo Louis Persinger, mentor también de Yehudi Menuhin, para que pueda consolidar sus estudios hasta alcanzar un alto nivel instrumental.

“El aprendizaje de la música debe ser voluntario, como uno aprende a leer. Repruebo totalmente el método japonés Suzuki que hace tocar el violín a niños de tres o cuatro años. Ellos copian los gestos, pero no comprenden nada. La pintura, la escultura pueden mirarse pasivamente; la música como la literatura, exige pensar, reflexionar. Un intérprete debe sentir que algo pasa bajo sus dedos, que hay una necesidad de hablar, de decir algo”, reflexiona.

Los arcos de Nathan Milstein y Arthur Grumiaux le revelan caminos interpretativos en las cuatro cuerdas. Los concursos parecen estar negados para él. “Es enojoso prepararse a tocar ‘contra’ los otros. Además la mayoría de los concursantes se preparan únicamente para las pruebas del certamen: no tienen repertorio. A menudo alguien que gana el primer premio en un concurso y se sumerge bruscamente en la carrera de concertista, al cabo de dos años está acabado”, afirma.

Aminorar la vanidad

Israel, 1951. Conoce a Vera, su segunda flor. Con tres hijos -dos varones son directores de orquesta- consolidan la familia. Ella administra sus intereses artísticos y económicos, habla seis idiomas y se defiende con el piano. “Vera es mi crítica más exigente y también la más sincera. Ocurre que cuando uno lleva varios años en los primeros puestos, los críticos suelen ser benévolos al juzgar cada actuación. Hay veces que cometo algunas fallas técnicas -gracias a Dios no soy una máquina- y esos defectos no están apuntados en las críticas. En esas ocasiones, Vera es la que se encarga de puntualizarme los errores y eso me sirve para aminorar mi vanidad”, se sincera.

Con un prestigio en ascenso, se pone en su espalda la salvación del Carnegie Hall, que corre el riesgo de desaparecer. Sucede que un arquitecto sugiere la demolición de la sala de conciertos, inaugurada en 1891 para dar lugar a un edificio de una cuarentena de pisos. Lanza una campaña para su preservación. Consigue la aprobación de una ley y la ciudad de Nueva York adquiere la sala por US$5 millones.

“No es solo un edificio. Es una idea. Es una mitología necesaria para la música… cuando uno cree en algo, puede mover montañas”, asevera.

1973. Recrudece la guerra en Medio Oriente. El violín ayuda a curar las heridas en los hospitales israelíes. “Jamás en toda mi carrera tuve la impresión de ser más útil: poder llevar un poco de alivio a tanto sufrimiento. Entonces agradecí a Dios por ser músico”, revela.

El humor descongela

1979. Su vida sufre un vuelco importante cuando yanquis intentan descongelar la Guerra Fría con China. El documental “De Mao a Mozart”, galardonado con el Oscar al año siguiente, muestra el viaje de Stern al milenario país. La cinta pone de relieve no solo su personalidad musical, sino también su humor con el que conquista a miles de personas. “Con la mitad del costo de un sistema de misiles podríamos promover las artes de Estados Unidos por 20 o 30 años”, sostiene.

Es el descubridor de varios talentos: Pinchas Zukerman, Itzhak Perlman, Shlomo Mintz, Yo-Yo Ma... No se dedica a la docencia pero se presta a escuchar a los jóvenes violinistas: “los oriento y pongo en práctica la lección de mi maestro Naoum Blinder, quien nunca me dijo cómo debía tocar, sino cómo no debía hacerlo. Lo cual marca una gran diferencia si se quiere ser un artista con real personalidad… Ninguna sociedad puede llamarse civilizada si no cuida de las artes, no como un adorno ocasional, sino como una necesidad básica”.

Varios compositores contemporáneos escriben para él. Graba casi todo el repertorio violinístico. 1996. Linda Reynolds se gana su corazón y lo lleva nuevamente al altar. En 2000, la Real Academia de Suecia de Música le obsequia el Polar Music Prize.

2001. Manhattan, septiembre 22. Ese sábado, los 81 años se han subido al ómnibus. “¡Me niego a morir!”, la postrera exclamación de su amado chelista Pablo Casals, estremece el vidrio de la ventanilla. Ese anhelo había quedado anclado en la memoria del violinista regordete, de batracio rostro, azulados ojos y aires rusos, alguna vez discípulo del renombrado catalán. Comprende entonces que la música es un acto vital, generador de la comunicación. “Para tocar bien el violín, para ser un buen músico, hay que tener buen humor, hay que estar contento de estar arriba del escenario tocando para gente que disfruta oyéndolo a uno. Si uno no siente esa alegría en el corazón, se podrá ser un buen técnico y un virtuoso, pero jamás un artista. La simplicidad es la única cosa verdaderamente difícil en la música”, murmura. Con las voces del corazón del violín, Isaac Stern se está abriendo paso en la eternidad.