Ángel Raúl Carrizo trabaja hace 25 años como maestro horneador en el centro de producción de la panadería El Mundo. Su trabajo arranca a las seis de la tarde y se desocupa recién pasadas las 12 de la noche. Ángel es un tipo alegre. Sus ojos tras el barbijo lo demuestran. Aunque en medio del relato, también, cada tanto, refuerza eso que dice su mirada levantando los dos pulgares hacia arriba. Todo está bien ahora para Ángel, pero no fue así hace algunas semanas.

Cuando recuerda lo que pasó, no puede evitar sentirse culpable. Ángel tuvo coronavirus y fue el caso cero de la panadería. El suyo estuvo relacionado con el brote en Lastenia, pues él junto con su familia viven en uno de los pasajes que quedaron dentro del cerrojo sanitario que dispuso el Siprosa cuando empezaron a aparecer positivos en el mes de julio.

“Yo no creía en esto. Lo veía como algo lejano, una enfermedad para ricos”, dice Ángel.

Pero una tarde, salió de su trabajo y notó que no se sentía bien. Pensó que era una gripe y se controló en una clínica privada. A la semana el cuadro de Ángel no mejoraba y para ese entonces le costaba respirar, sentía un profundo cansancio y la cabeza le explotaba. Su mujer, Cristina, llamó preocupada al Siprosa y ese mismo domingo le hicieron por primera vez el hisopado. Fue determinante. El lunes una ambulancia lo trasladó desde su casa rumbo al Hospital Centro de Salud. Tenía coronavirus.

Todo el trayecto, recuerda Ángel, lo hizo llorando. Entre sollozos y solo dentro de la ambulancia, lo único en que pensaba era en si volvería a ver a su familia. “Es fiero lo que pasé. Creí que no iba a volver”, cuenta.

Con la confirmación del caso positivo de Ángel, los dueños de la panadería pidieron hisopar al resto del personal. Se testearon a 61 empleados y esa semana se confirmó que 21 de ellos habían dado positivo. Mientras tanto las puertas de El Mundo cerraron de manera preventiva.

Para Ángel eso fue devastador. Saber que en las fichas médicas de sus compañeros de trabajo, su nombre y apellido aparecían como contacto estrecho lo llenaba de remordimiento. “Yo los contagié y ellos a sus familiares. A uno le viene la culpa, ¿no?”, reflexiona.

Con esa sensación que lo ahogaba pasó dos semanas internado leyendo las noticias y siguiendo la situación minuto a minuto. También su madre fue derivada al Centro de Salud (casualmente en la sala de al lado) y al poco tiempo supo que su esposa, hijos y sobrinos habían contraído la enfermedad. No podía ser peor.

Por eso, le costó volver a su trabajo y todavía tiene miedo de salir a la calle. “Es difícil, hay algunas personas que todavía nos señalan. Piensan que por mi culpa pasó todo esto. Uno no elige enfermarse”, dice Ángel mirando al piso. Hace dos días donó plasma buscando retribuir a quienes lo ayudaron.

En sus 53 años, nunca había donado sangre. Le tiene pánico a las agujas. Su madre y su esposa lo convencieron y hoy no se arrepiente. Ya tiene turno para una próxima sesión y dice que “aguantará el pinchazo”.


Superdonantes

La historia de Guillermo y Anabel

El caso de Guillermo Brandauer fue emblemático porque se convirtió en el primer donante de plasma en el Hospital Durand en la ciudad de Buenos Aires. Guillermo está casado con Anabel Barrera, una tucumana (monteriza) desde hace seis años y el coronavirus los encontró a ambos en Australia. Ellos planeaban sus vacaciones y tenían pensado viajar a Sydney y a Japón.  Sin embargo, en el medio empezaron a cerrar fronteras y vieron como única alternativa volver a la Argentina. 

El trámite de repatriación les llevó tiempo y pudieron regresar al país a mediados de junio. Apenas pisaron suelo argentino se sometieron a hispados y a una estricta cuarentena. Guillermo, por sus síntomas, fue internado 15 días, y Anabel, que se sentía bien, se encerró en su departamento a cumplir con el aislamiento social. Al tiempo, se realizaron análisis de anticuerpos y la sorpresa para Anabel fue confirmar que había cursado la enfermedad casi de manera asintomática. La prueba serológica demostró que los dos habían desarrollado anticuerpos contra el virus. Guillermo se convirtió en un superdonante. Hasta hoy ha donado su plasma seis veces. Cuatro en el Hospital Durand y otras dos en Tucumán. “Un amigo me pasó información y mandé un email. Ellos rápidamente me convocaron, hice una entrevista previa, me sometí a ciertos análisis y respondí un cuestionario para determinar si estaba apto”, cuenta Guillermo. 

Cuando llegó el día pautado fue recibido como un héroe. “Todos estaban muy emocionados. Para mi fue muy loco, la gente en el hospital se acercaba a saludarme e iba a conocerme. Y yo decía: ¡los héroes que todos los días están salvando vidas son ellos y me reciben así!”, relata aún sorprendido. “En ese momento tomé real dimensión de lo importante que era donar plasma”, reflexiona Guillermo.  Es que el plasma es un recurso escaso. No todos los pacientes recuperados de covid-19 están en condiciones de donar. Básicamente porque no todas las personas somos capaces de producir anticuerpos después de determinadas enfermedades. Según las estadísticas, sólo dos de cada 10 cumplen con los requisitos para hacerlo.