A fines de 1911, Guillermo Sullivan dedicó un largo artículo a sus reminiscencias tucumanas de fines del siglo XIX. Evocaba aquellos viajes desde Santiago del Estero en el tren llamado “rápido”, que permitía contemplar, de paso, “esas grandes selvas donde pacen regulares cantidades de cabras que constituyen una natal riqueza; donde hay viviendas a cuyas puertas descansan con somnolencia tipo índicos; donde hay viejos troncos de árboles caídos, cortados, que llenan el alma de remembranzas; viejos troncos destinados muchas veces a llevar la vida del fuego al seno mismo de los hogares. De vez en cuando, entre la pródiga frondosidad verde, apareen suculentos arboles de grandes ramas secas, inmóviles, alargadas cual descarnados miembros que imploran al infinito”.

Agregaba que las líneas telegráficas causan íntima satisfacción. “Son las exteriorizaciones de la civilización y del progreso y despiertan el egoísmo del amor patrio. Hay algo al pasar por las selvas de Santiago que lleva sentires al corazón. Son ecos aislados, son puñaladas solitarias. A la sombra de los árboles o en desmantelados sitios donde la luz del sol da de lleno, se ven de vez en cuando humildes cruces que recuerdan algo que fue acaso, alguna de ellas caídos que llevaron alma, como la que Zorrilla de San Martin cantó en ´Tabaré´, o como la de aquellos que con bravas hazañas poblaron de ecos misteriosos la selva de Montiel; donde el espíritu pusilánime tiembla mientras la imaginación crea gemidos de almas en pena y luces malas. Y acaso esas inmensas selvas santiagueñas fueran pequeñas para esos mismos que hoy descansan ocupando, en sus suelos, solo dos metros cuadrados”.