En su clásica “Historia de la República Argentina”, Vicente Fidel López trazó, con frecuencia, detenidas semblanzas de próceres. Ellas tienen valor porque, o los conoció personalmente, o recibió testimonios directos de quienes los trataron. En el tomo VII, pinta al tucumano Bernardo de Monteagudo, sin simpatía. Era la época en que estaba muy unido a Bernardo O’Higgins, a quien, dice López, “sobrepasaba en cien codos de inteligencia, de maldad y travesura”.

Expresa que “la figura de Monteagudo correspondía admirablemente a su carácter. Llevaba el gesto siempre severo y preocupado: la cabeza algo inclinada al pecho, pero la espalda y los hombros tiesos. Tenía tez morena y un tanto biliosa; el cabello renegrido y ondulado; la frente espaciosa y de una curva delicada; los ojos negros y grandes, entrevelados por la concentración natural del carácter, y muy poco curiosos”.

Agrega que mostraba “el óvalo de la cara agudo; la barba pronunciada; el labio grueso y rosado; la boca firme, y las mejillas sanas pero enjutas”. El tucumano “era casi alto; de formas espigadas; la mano preciosa; la pierna larga y admirablemente torneada; el pie correcto como el de un árabe. Monteagudo sabía bien que era hermoso y tenía tanto orgullo en eso como sus talentos; así es que no sólo vestía siempre con sumo esmero, sino con lujo y adornos”.

A juicio de López, nada tenía de cobarde, pero “su imaginación sombría y al mismo tiempo artera, era asustadiza y prevenida en el terreno de la política, contra los enemigos de sus planes y de lo que él entendía por bien de la patria”. Así, “la exageración de las resoluciones y el extremo de las responsabilidades del poder no lo asustaban: tentaban más bien su alma con esa vaga inclinación que algunos hombres sienten en las grandes alturas por echarse al abismo”.