Todavía creo que Marcos Rojo nos regaló el gol de la clasificación a los octavos de final de la Copa a los que estuvimos en la zona de la 106D. Todavía creo y lo sostengo, porque si te ponés a mirar en la repetición de la TV, el señor fuego le dio con la derecha como si esa pierna fuera su hábil y no la de palo. Aparte, fíjese bien, el señor fuego tenía pensado hacer eso antes de rematar. Su mirada siempre estuvo ahí, a lo Lionel Messi, buscando llevar la bocha cerquita de un palo, en este caso, el de la 106D y plateas adyacentes.

Confraternizar. Si bien hubo 40.000 (y me quedo corto) argentinos en casa del Zenit no todos eran yunta, más bien fue la noche de conocer por unas horas nuevos mejores amigos. Y lo insólito de todo esto es que cuando parece que jamás volverás a ver al que abrazaste como si fuera tu hijo, hija, nieto, nieta, padre o madre, te lo volvés a cruzar horas después y bien lejos de donde casi lloran juntos. A mí me pasó, tengo testigos. Lo vi, y me salió el bien ponderado tucumano “maestro”. El amigo del abrazo del alma abrió los ojos tan sorprendido como yo de cruzarnos en la inmensa y maravillosa San Petersburgo. Y salió otro abrazo, pero en silencio, de despedida. Gracias, hermano.

Un Mundial es una máquina generadora de amistades pasajeras, aménde de que es la excusa ideal para viajar con amigos, en familia, padre e hijo, con los abuelos. El Mundial es, por lo que charlo con la gente de acá, el único evento que conecta en línea directa la pasión de las generaciones, hacia arriba y hacia abajo. Pero, no todo lo que brilla suele ser perfecto.

A la vuelta de una cena que recién llegó a las 3 AM, vimos lo que jamás queremos ver. A esos amigos que ya pasaron la delgada línea del respeto y que creen que pueden llevarse el mundo por delantero, porque son ellos, argentinos. Era un grupo de seis o siete, tipos grandes de entre 35 y uno de 60 bien puestos. Uno tenía la camiseta de Huracán, otro la de Racing, uno un gorrito de Rosario Central. De ese grupo, en el que uno iba delante del resto y otro como cubriendo la retaguardia, los de los extremos eran los peores. Un colombiano los felicitó por la clasificación, le dijeron de todo menos gracias. Se cruzaron con dos chicas rusas, de todo menos lindas. Había un grupo de ingleses, una familia, creo, y no se olvidaron de los cariños. Después vieron a un nigeriano, de todos menos “ganó el mejor”. Nada.

Eran estos tipos como el dibujito del Demonio de Tasmania, que va en remolino haciendo bulla por donde pasa. Un espanto. Cruzaron a una calle lateral y a “Tito”, que sería el que no seguirá viajando con ellos a los mundiales, le regalaron una marquesina de insultos. Y dale a los chirlos a unas chapas de una obra. Había que ambientar la canción de “Tito”.

Admito no haber preguntado y haberme quedado con la duda. Cuando la noche ya no es noche por acá, en la zona cercana a la Catedral de San Isaac, vimos a cuatro chicas a caballo. Al parecer, después de la medianoche ofrecen paseos por la zona céntrica. Estas chicas tuvieron la desgracia de que estos buenos muchachos pasaran por su camino. No les dijeron nada malo, pero sí apelaron a la picardía del chiste sin sentido.

Lo bueno de haber hecho tanto ruido golpeando las chapas es que al rato apareció un policía. La verdad, no sí se fue a calmar a esta gente o pasó de casualidad por ahí. Lo que sí sé es que el ruido desapareció y la calma volvió a disfrutarse en las calles de San Petersburgo, justo en la noche más maravillosa de los argentinos en el Mundial. Lamentablemente, ovejas negras hay en todos los rebaños.