Tampoco celebró sesión, ni pública ni secreta, el Soberano Congreso el 2 de diciembre de 1816. Según el historiador Vicente Fidel López, cuando se instaló el Congreso, todos sus miembros –porteños incluidos- cargaban una fuerte dosis de desconfianzas y antagonismos provinciales. La caída del Director Supremo Carlos de Alvear, en 1815, había roto el centralismo político que prevalecía desde 1812. “Las provincias querían concentrar el poder nacional y la acción política fuera del alcance absorbente de Buenos Aires: es decir, eran eminentemente unitarias, en su sentido”.

Y como sus diputados “eran órganos fieles, en este conato, de un unitarismo dislocado –por decirlo así- estaban muy lejos de ser federales, en el sentido de querer desagregar el poder general”. Aspiraban, más bien, “a que la antigua capital se redujese a ser una ‘parte igual’ del todo; no predominante, como lo había sido hasta entonces, sino igualmente sometida al gobierno general, cuyas redes y atribuciones querían concentrar en un punto que les fuera propio, y ajeno, por lo mismo, a los influjos anteriores”.

Pero Buenos Aires, “que con esto se sentía destituida de lo que le daba su posición geográfica, miraba con profunda antipatía semejantes intenciones. Se creía amenazada de ser sometida y explotada por poderes antipáticos, foráneos”.

Entonces, sus diputados, por lo mismo que habían sido “capitalistas” antes, entraban ahora al Congreso con espíritu provincial. Casi todos habían sido y eran “unitarios” en Buenos Aires y para ella; pero la necesidad de defenderla “los hacía ahora autonomistas, del mismo modo que las provincias, que se hacían unitarias y nacionalistas siempre que se trataba de dominar a Buenos Aires, y federales o separatistas cuando se trataba de rechazar su influjo”.