Por Hugo E. Grimaldi
Tras haber pasado una semana más que exigente arriba del ring, el gobierno nacional luce colgado de las cuerdas debido a los mandobles recibidos en el mercado cambiario y en el Congreso, sobre todo: tuvo que vender Reservas por la suba del dólar y hubo rechazos de vetos al por mayor. Cada cosa tiene sus fundamentos: la City busca que se concrete de una vez la promesa de liberación total del tipo de cambio y teme también por la falta de financiamiento, circunstancia que obliga a pasar la gorra lo antes posible en el Tesoro de los Estados Unidos, mientras que los diputados y senadores le han aplicado (gobernadores de por medio), sobre todo al presidente de la Nación, el vengativo dicho “te espero en la bajadita”, después de un año y medio de destrato.
Son efectivamente dos “golpes” fuertes, pero para nada con el sentido de victimización que pretendieron darle desde la Casa Rosada, desde donde se habló sin desparpajo de “destitución” y hasta de “terrorismo” puesto en práctica para “voltear al Presidente de la Nación”. Tales exageraciones deberían tomarse sólo como parte del juego político, ya que un juicio de ese carácter está regulado por la Constitución Nacional (artículos 53, 59 y 60) y es algo plenamente legal si se consiguen las mayorías agravadas de dos tercios que se necesitan, número que para rechazar los vetos apareció con holgura pero que para algo tan delicado no debería ser tan fácil de conseguir.
Hubo además una tercera cuestión presente en el tobogán de la semana que fue el tiro en el pie que se está pegando Javier Milei en el caso de los audios al ponerse a hablar del tema (“fueron hechos con IA”), lo que sonó más a excusa preelaborada que a otra cosa. Es entendible, ya que en medio de la acusación está nada menos que su hermana, quien tampoco accede a que salten los fusibles que deberían protegerla y eso lo ha entrampado al Presidente con el argumento de que si los echa, sobre todo a “Lule” Menem, los culpabiliza. Todo se hizo más grave aún porque del otro lado, un periodista que tiene notoriedad en Latinoamérica por sus posturas de derecha, Fernando Cerimedo declaró en la Justicia que Diego Spagnuolo, el funcionario desplazado del área de Discapacidad, le dijo a él que sobre el destino de las coimas “Milei lo sabía”.
En verdad, fueron días de balbuceos constantes para el Gobierno derivados de su casi condición de groggy, como la que pareció mostrar el ministro de Economía, Luis Caputo quien avisó que “hay suficientes dólares para todos”, tal como si el Titanic se estuviera hundiendo. Un grave error no forzado, digno del mal momento que debe estar pasando porque se le escapan las variables, situación que lo llevó a decir también con cierta liviandad que “vamos a vender hasta el último dólar”. En general, el mercado no cree del todo en la afirmación porque presume que el FMI algo tendrá que decir y porque, debido a los antecedentes de Caputo con el organismo, lo deben tener más que vigilado.
Esos dichos seguramente entrarán, más tarde o más temprano, en la colección de frases célebres, aquellas que los ministros del área han pronunciado alguna vez, como el “agarrá los pesos y comprá; no te la pierdas, campeón” del mismo Caputo, boutade que llevó el precio al techo de la banda cambiaria y le ha pelado al Banco Central más de U$S 1.100 millones en tres días apenas. Quien le hizo caso, ya lleva ganado 22% en dólares, un campeón de verdad.
El dólar está en el candelero por la propensión argentina a venerarlo tanto que, entre otras cosas, Milei llegó con la misión de dolarizar, pero a la preocupación por la falta de divisas se le agrega también la violenta suba del riesgo-país, ya por arriba de 1450 puntos básicos, debido a que los bonos se cayeron “como un piano” y otro tanto las acciones. Todo esto posterga todos los planes de inversión del sector privado y la necesaria colocación de deuda soberana. Queda entonces pasar el platito y el Tesoro de los EEUU es el primer candidato a que se le golpee la puerta, si ya no se la golpeó. Hasta ahora, son expresiones de deseos que habría que tratar de concretar entre lunes y miércoles, cuando Milei viaje a la ONU con el ministro.
Pero, además de la dura coyuntura cambiaria y financiera que ha seguido al golpazo de la provincia de Buenos Aires, en materia política se observa una paradoja más que cruel para los argentinos, a partir de la fuerte polarización de los dos extremos que pretenden en octubre conseguir la supremacía legislativa. Por un lado, está el kirchnerismo que no se quiere ir de sus bancas y que pelea para defender aún más un esquema que hace agua por los cuatro costados y por el otro, el mileísmo que necesita conseguir mayor presencia para generar desde las leyes nuevas maneras de encarar la organización económica, reformas estructurales de por medio.
En este escenario, ambos presentan su opción como la del fin de los tiempos, lo que no deja de ser una forma de menospreciar a la ciudadanía. Lo que se observa a simple vista a cinco semanas de la elección es que al “riesgo-kuka” que agita el Gobierno para sacarse la culpa de la coyuntura, a hoy se le opone una suerte de riesgo-violeta de que se le escapen las variables algo que, más allá de los requiebros ideológicos, encamina la elección a que resulte ser una disyuntiva que se ejerza por el menos malo.
La mala noticia para ambas puntas de la grieta es que ninguna de las dos fuerzas va a lograr tener solas las 129 ó las 37 bancas que se necesitan, el número mágico del quórum para dominar la escena en diputados y senadores, respectivamente y mucho menos los dos tercios para cuestiones de mayorías especiales. Lo más notable y a la vez peligroso para la ciudadanía de a pie es que ambas partes se destraten tanto que se corra el riesgo el 26/10 de cristalizar, al menos por dos años más, el fenómeno actual que todo lo impide. El remedio podría ser que mucha gente, en vez de no ir a votar, se manifieste a favor de terceras fuerzas que puedan jugar luego como factor de balance entre los dos extremos.
Al ser bancas las que se renuevan siempre en las elecciones de medio término sin lastres ejecutivos, sería factible lograr así mayor equilibro en el Congreso si la sociedad decidiera votar con menos temores y, sin apostar esta vez al todo o nada que se propone, hacer un giro hacia el centro. De esa manera, ambas puntas podrían lucir menos agresivas, si de verdad el propósito ciudadano que puede llegar a prevalecer en octubre es el de la moderación. En cada distrito habrá seguramente terceras opciones como alternativas y seguramente así, podría haber chances de equilibrar las posturas extremas. Que no se logre una síntesis es malo, pero parece peor que no haya un tercer bloque con una afinidad común: desactivar la grieta como premisa ideal para romper la polarización y promover el balanceo democrático.
Por lo que se observa hoy, los dos extremos parecen plantearse sumar votos no tanto por la convicción en sus ideas, sino por el miedo o el rechazo hacia el oponente. Al jugar tanto con la cuestión de los dos “riesgos”, es más que probable que la campaña se centre casi exclusivamente en desacreditar, demonizar y exagerar el miedo de que la otra fuerza prevalezca. Así, lo que se va a enfatizar serán los errores, los escándalos o las características negativas del rival, mientras que los méritos propios parece que van a quedar para mejor oportunidad.
La lucha así planteada tiene efectos profundos en la salud institucional, porque el debate se empobrece tanto que se deja de hablar de propuestas, ideas y soluciones para centrarse en ataques personales, miedos y crisis. En la estrategia de ser “el menos peor” antes que mostrarse como “el mejor”, lo que se busca es unir a los seguidores en torno a un enemigo común antes que alrededor de propuestas. Es pragmatismo en estado puro, ya que los mensajes negativos son más simples y directos y se viralizan con mayor facilidad que los discursos programáticos detallados. Además, como el miedo y el rechazo son emociones muy movilizadoras, un eslogan que ataque al rival siempre se recuerda más que una propuesta inteligente.
De esta manera, la gente acaba desconfiando de todos los actores políticos, viendo el proceso como una pelea de egos, antes que como un cruce de ideas. Es entonces, cuando los votantes sienten que su aporte es sólo para evitar un mal mayor y no para construir un futuro aceptable, lo que aumenta la apatía y la frustración con el sistema. Es así como, una vez más, ganará el partido del desencanto. En el fondo, todo ese facilismo no deja de ser una gran subestimación de la ciudadanía y, más aún, de la democracia.