“Estamos viviendo un momento Macbeth”

“Estamos viviendo un momento Macbeth”

Pompeyo Audivert presenta “Habitación Macbeth” en el teatro Alberdi, donde se desdobla en los distintos personajes de la tragedia de William Shakespeare. Los desafíos del proceso creativo

EN ESCENA. Toda la potencia interpretativa. EN ESCENA. Toda la potencia interpretativa.

Pompeyo Audivert se retuerce en escena; compone uno y otro personaje shakespeareano en esa tragedia sin par que bautizó “Habitación Macbeth”, acompañado de un cello que completa el lamento de seres que deambulan en el dolor, el horror y la ambición, en un ambiente despojado que sólo llena su descomunal trabajo.

Esta noche y mañana, siempre a las 21 y en el teatro Alberdi (Crisóstomo Álvarez y Jujuy), el actor presentará su multipremiada creación, hija de la desesperanza del momento más duro de la pandemia, como le confesó a LA GACETA en este diálogo.

- Se está haciendo ahora en Tucumán “Monte”, una versión de Macbeth, y Carlos Correa está por estrenar otra con el Estable, ¿a qué se debe la proliferación del texto?

- Supongo que nos fuimos contagiando del aire de época, del terror a la hecatombe que circula por detrás, en los sótanos de la conciencia, ante la escalada bélica que se está produciendo y que amenaza la existencia misma del hombre. Pero sobre todo ante la certeza de estar en un final histórico, impelido a su abismo por la monstruosa tendencia al crimen que manifiestan las sociedades más avanzadas, en sus políticas exteriores, en sus compulsiones de poder que nos arrastran a la catástrofe como si fuera la única perspectiva posible. Estamos viviendo un momento Macbeth, los medios de desinformación y manipulación del sentido común funcionan como Hécate, la reina de las fuerzas oscuras y sobrenaturales que irradian el mal en la conciencia y anestesian las tendencias poéticas y conectivas de lo humano.

- ¿Cuánto de argentino tiene Shakespeare?

- Shakespeare abre la valencia universal de lo humano a una escala sobrenatural, nos quita del tiempo histórico alienado y nos devuelve a ese tiempo estallado e intenso del teatro, donde nuestra propia presencia se vuelve otra y podemos vernos en otra latitud. Se suspende el nivel ficcional de la identidad, del tiempo y el espacio, y se abre esa dimensión metafísica de la que venimos y que el frente histórico lapida con su unidimensionalidad, con sus ficciones. Es una dimensión teatral descomunal, su obra atraviesa los tiempos e irradia sus influjos en nuestro presente con una actualidad que no solo es histórica sino también, sobrenatural. Nos enfrenta a nuestros fantasmas y a nuestras pulsiones dorsales, y lo hace desde un planteo profano y poético a la vez, abriendo así un nivel metafísico al que el teatro contemporáneo ha renunciado; esa es su gracia y su altura, arroja un piedrazo en el espejo del mundo y nos revela sus zonas misteriosas y fantasmales como parte fundante de nuestra realidad.

- ¿Devela la parte oculta de cada uno?

- No somos simplemente lo que creemos ser, estamos habitados por fuerzas larvadas que nos detentan como actores de sus propias circunstancias, somos parte de un teatro en donde se representa una obra que nos excede, que no entendemos y a la que estamos condenados desde el nacimiento.

-¿Su universalidad genera fácil identificación?

- Sí, un tipo de identificación y de empatía muy escasos en estas épocas, aquella que nos reintegra a nuestra verdadera naturaleza de seres, misteriosa, múltiple y poética, a esa zona de la que fuimos expulsados cuando clausuramos nuestra visión de nosotros mismos con un espejo.

- ¿La tragedia es algo connatural a todo ejercicio despótico del poder?

- La tragedia es haber olvidado quienes somos y estar todo el tiempo repitiendo dinámicas compulsivas y descerebradas de funcionamiento vinculadas al poder que nos hacen caer una y otra vez en la misma trampa, en la muerte sin trascendencia. Lo trágico es no trascender.

- ¿Este texto fue una tabla salvadora en pandemia?

- Venía trabajando con autores nacionales, rioplatenses para ser preciso. “Muñeca”, de Discépolo, “La farsa de los Ausentes”, versión libre de “El desierto entra en la ciudad”, de Roberto Arlt y “Trastorno”, versión libre de “El Pasado”, de Florencio Sánchez. Me interesa el cruce de nuestros lenguajes nacionales con nuevas formas de producción que trabajo e investigo en el estudio teatro El Cuervo. Pero llegó la pandemia y cambió todo. Se abrió una dimensión universal, de pronto todo el planeta quedó sumido en una circunstancia dramática e introspectiva. Todos los seres quedamos clausurados, reducidos a nuestros cuerpos en nuestras casas. En mi caso me fui a de Mar del Sur a refugiarme junto a mi familia en una casa que tengo allí. De inmediato entré en un estado de angustia que solo se disipó cuando me di cuenta de que la única salida era pasar a la ofensiva, canalizar las fuerzas teatrales que acababan de quedar en suspenso, asumir que el único teatro que quedaba en pie era mi propio cuerpo. Entonces resurgió un viejo deseo que siempre me acompañó y al que nunca había atendido por considerarlo desmesurado y peligroso: hacer una obra yo solo, encarnar a todos los personajes desde el comienzo hasta el final. Desatar así la fenomenología del teatro y la actuación como asunto paranormal, como zona metafísica. Era el momento y la circunstancia ideal para hacerlo. Entonces naturalmente me visitó Shakespeare, “Macbeth”, una obra universal para un momento universal. Una tragedia que cruza lo histórico con lo sobrenatural y también alude a nuestra condición teatral de seres, al estilo del teatro griego. A partir de ese momento se disipó la angustia y comenzó el trabajo sobre la adaptación.

 - ¿Cómo fue el proceso de la adaptación?

- Fue muy gozoso y mágico, en esa casa, rodeado de ese paisaje salvaje e inspirador, con mi hijo menor de cuatro años cerca de mí, en un estado de posesión y lirismo, comencé la adaptación. De inmediato sentí que estaba asistido en el trance por alguien o algunos que me ayudaban. Quiero decir que la cosa fluía, me sentía inspirado, punto de encaje de una operación que no era solamente individual, que habían presencias y dictantes a mi lado, y solo tenía que dejarme hacer, organizar y completar lo que venía, perfeccionarlo en un plan de contingencia que rápidamente se constituyó en mandato: la obra original debía estar a salvo, la adaptación sería la brotación poética de los textos a favor de sus sentidos, me la di de Shakespeare por un tiempo, asumí que esas presencias que merodeaban eran él, que tenía su venia. También vinieron a la cita intertextualidades de poetas que admiro, fragmentos de Olga Orozco, Ramponi, Borges, Marosa di Giorgio que se aparecieron por allí y se abrieron paso en la escritura.

- La presencia del músico es determinante en escena; ante ello, ¿se puede hablar de unipersonal, cómo fue la integración con el chelista?

- Trabajo con Claudio Peña desde hace más de 20 años, su música es inspiración pura, sus atmósferas y paisajes sonoros son la condición mágica de la obra, el allí donde todo flota. Además él está presente en la escena, toca su chelo sobre su banda sonora y va perfeccionando su música en cada función. Cuando tuve la adaptación hecha y la letra memorizada lo convoqué y en su estudio fueron los primeros ensayos.

- En esta puesta hay una mayor exposición de la maquinaria escénica que en otras propuestas tuyas, ¿es la más completa en cuanto a tu concepción artística?

- Sí, acá puse todo lo que soy como teatrista: el actor, el director, el dramaturgo, y hasta el servidor de escena. Es un trabajo donde está expresado sintéticamente todo mi ser teatral. Un amigo me dijo después de ver la obra: “Tiraste una red hacia el pasado y trajiste todo”; creo que sí, toda mi trayectoria está aquí sedimentada y revitalizada en este nuevo enfoque de lo teatral.

- ¿En qué consiste tu “Piedrazo en el espejo”?

- Se trata de un concepto con el que trabajo en las clases y en las puestas que vengo realizando desde hace mucho tiempo. La obra de teatro es una fuerza de choque, pero no de naturaleza político histórica: lo político en lo teatral no es la línea política que esté manifestando la obra, sino su capacidad de desatar la valencia poético-metafísica de la identidad individual y colectiva, y de inquietar existencialmente en ese sentido al espectador, de revelarle que la realidad histórica es una fachada destinada a lapidar una naturaleza esencial de lo humano que debe ser des-ocultada y representada, y que la identidad personal es un parásito generado por la alienación histórica. Me parece que una obra lo que tiene que hacer es señalar eso a través de sus formas de producción. Sería comparable con lo que hace Picasso con el Guernica, un cuadro extraordinario que tiene un componente histórico, sí, pero donde lo revolucionario de la obra es la forma en la que eso está siendo contado, ya que esa forma de producción produce un efecto de desestructuración y revelación en el que la observa. Cuando uno asiste a esa obra, despierta a otra percepción, a otra naturaleza y otra identidad, ese es el poder político y desmitificador del arte. El arte es una cita con la identidad de estructura que el frente histórico ha lapidado. Lo único importante es la forma de producción de esa realidad artificial que es la escena y en ese sentido, creo que lo revolucionario es abandonar la alienación de las linealidades, de las equivalencias amaestradas, del espejo. El teatro debe ser más que un espejo, debe ser un piedrazo en el espejo. No por la idea de abandonar la idea de un reflejo sino por denunciar que el espejo es también una lápida que oculta una naturaleza primordial que el frente histórico se dedica a extinguir. Cuando se rompe el espejo se revela un trasfondo de la identidad y la pertenencia. Venimos de allí, de esa zona misteriosa y preexistente, de ese nivel metafísico que nos parió y que el teatro como ningún otro arte se dedica a sondear.

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