El doble estándar “K” de la democracia

Álvaro José Aurane
Por Álvaro José Aurane 13 Enero 2023

“Ahora no había allí más que un solo mandamiento, que decía:

‘Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros.’

Después de eso, al día siguiente, no pareció nada extraño que todos los cerdos que supervisaban el trabajo de la granja llevaran látigos en las pezuñas”.

(George Orwell, “Rebelión en la granja”)

Temprano nomás, en este azaroso 2023, el Gobierno nacional se vistió con uno de sus ropajes predilectos: el doble estándar a la hora de defender la democracia en América Latina.

Brasil fue el escenario de una de las noticias más preocupantes de esta semana, cuando seguidores de Jair Bosonaro, el perdidoso y saliente presidente de esa nación, tomaron edificios de los tres poderes del Estado. El gobierno constitucional de Luis Inácio “Lula” Da Silva recobró el control de esos inmuebles. A la vez que dispuso la intervención federal de las fuerzas de seguridad de Brasilia (respaldada por el Congreso); ordenó la detención del responsable del ex secretario de Seguridad, Anderson Torres; y la Justicia bloqueó las cuentas de Bolsonaro.

La solidaria reacción de las autoridades argentinas fue instantánea. “La democracia es el único sistema político que garantiza libertades y nos obliga a respetar el veredicto popular”, definió Alberto Fernández. El Presidente agregó una verdad señera: “Quienes intentan desoír la voluntad de las mayorías, atentan contra la democracia y merecen no solo la sanción legal que corresponda, sino también el rechazo absoluto de la comunidad internacional”.

La Vicepresidenta de la Nación también fue contundente. “Los discursos del odio en medios de comunicación y redes sociales, la estigmatización del que no piensa igual, hasta querer inclusive suprimir su vida y la violencia son el signo contemporáneo de las nuevas derechas. No basta con el imprescindible repudio o la necesaria condena”, expresó Cristina Kirchner.

La claridad de las definiciones es envidiable. Pero no implacable. Por el contrario, el compromiso de los actuales gobernantes argentinos con la vigencia incondicional de la democracia en las Américas ha claudicado una y otra vez. La desastrada política exterior de este cuarto gobierno “K” es un bestiario de defensas selectivas por la vigencia de las instituciones y de los derechos humanos. Prueba de que no gobiernan para todos los argentinos, sino sólo para el kirchnerismo.

Managua era una fiesta

No hay que hacer una arqueología documental para exponer la doble vara kirchnerista en materia de democracias y garantías básicas. En los últimos dos años, este Gobierno fue protagonista de una incesante retahíla de vergonzosas noticias internacionales.

En 2021, ante la Organización de Estados Americanos (OEA), la Argentina se abstuvo de condenar las violaciones a los derechos humanos perpetradas por la dictadura sandinista instaurada por Daniel Ortega. Él resultó reelecto luego de que fueran encarcelados todos los candidatos presidenciables de la oposición. Frente a semejante atropello, 26 países del continente exigieron “la inmediata liberación de todos los presos políticos”. La Argentina miró para otro lado, dando la espalda a sus socios del Mercosur: Uruguay, Paraguay y (nada menos) Brasil firmaron el repudio a las antidemocráticas prácticas del orteguismo.

En retribución, la Argentina recibió una de las ofensas más aberrantes de la historia reciente. En enero de 2022, al acto de reasunción de Ortega (producto de la cuestionadísima reelección), asistió Mohsen Rezai, uno de los iraníes acusados por la Justicia de nuestro país de ser uno de los organizadores del atentado a la AMIA: el peor ataque terrorista de la historia de esta nación, que en 1994 mató a 85 compatriotas. De la ceremonia en Managua participó también el embajador argentino Daniel Capitanich, sin plantear objeciones. Cuando se conoció este hecho, la Cancillería argentina condenó la presencia de Rezai en Nicaragua: sobre él pesa una “alerta roja” de Interpol. Díaz después no llegó una disculpa de Ortega, sino las fotos de una audiencia oficial que él y su esposa, Rosario Murillo, le concedieron al iraní.

Sólo después de tanta afrenta, en septiembre pasado, la Argentina condenó en el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) las detenciones arbitrarias. Pero lo hizo por separado, para evitar sumarse a una declaración avalada por Estados Unidos. Porque para Alberto y Cristina no tiene nada de malo acompañar a dictadores centroamericanos y a terroristas iraníes en recepciones y copetines: lo imperdonable es firmar un texto junto con EEUU. Nuestros socios del Mercosur, en cambio, firmaron junto con los estadounidenses, cosa que también hizo Chile. Por cierto: Boric es militante del Partido Comunista, mientras que Alberto fue candidato a legislador porteño de “Encuentro por la Ciudad”, partido de Domingo Cavallo. Y Cristina tiene álbumes de fotos de ella, tanto como de Néstor Kirchner, con Carlos Menem. La ideología es una opción de vida, mientras que el ridículo es un pasaje sin retorno.

Corrigiendo los aciertos

Del oprobio de la fiestita reeleccionista de Ortega queda otro sopapo al cuarto kirchnerismo. De la ceremonia, y de las fotos con Rezai, participó Miguel Díaz-Canel, presidente de Cuba.

Así pagan los “ídolos K” las gentilezas del Gobierno de Alberto y Cristina, que habían estelarizado en 2021 otro papelón mundial. En julio hubo masivas protestas en la isla por parte de cubanos que reclamaban respeto a sus libertades. La respuesta del régimen fue típicamente dictatorial: cárcel para todos, todas y todes. Entonces, el Departamento de Estado de EEUU condenó las “masivas detenciones” y exhortó al Gobierno de Díaz-Canel a garantizar el derecho del pueblo a manifestarse, a respetar la libertad de prensa, a restablecer el acceso a internet y a poner en libertad a los acusados. Brasil, Colombia y Ecuador, entre otros países de la región, firmaron ese pronunciamiento. La Argentina del cuarto gobierno “K”, por supuesto, no lo hizo.

Tampoco creyó el actual Gobierno argentino que hiciera falta decir “ni mu” respecto de los atropellos de la dictadura chavista que instauró Nicolás Maduro.

En octubre de 2022 se votó en la ONU la continuidad de la comisión especial que investiga la violación de derechos humanos en Venezuela, a partir de las incontables denuncias contra las persecuciones políticas del régimen. Una vez más, Brasil y Paraguay, por ejemplo, dieron su aval. Argentina, en cambio, se abstuvo. La “estigmatización del que piensa distinto” y la “garantía de las libertades” que tanto pregonan Alberto y Cristina, en ninguno de estos casos, aplica.

El bochorno “K” es tan vasto que, cuando acierta, se corrige de inmediato. En diciembre, el Gobierno criticó el autogolpe de Estado propiciado en Perú por Pedro Castillo al disolver el Congreso. Pero horas después, la Casa Rosada firmó un comunicado junto con México y Bolivia, reclamando a las instituciones de Perú (las mismas contra las que atentó Castillo) “abstenerse de revertir la voluntad popular expresada con el libre sufragio”. La respuesta de la Cancillería peruana fue una lección de institucionalidad: Castillo era ya un “ex presidente” porque sus decisiones habían sido “contrarias al orden constitucional y democrático”.

Para el kirchnerismo, los golpistas son los otros. Los golpes que da el populismo latinoamericano, en cambio, son decisiones nacionales y populares de líderes perseguidos por el imperialismo.

Otra noción de igualdad

Un estándar, según la Real Academia Española, “sirve como tipo, modelo, norma, patrón o referencia”. Lo evidente del Gobierno argentino es que, en materia de política exterior, hay un doble estándar en la defensa de los regímenes constitucionales. A la vez que, en política interna, hay un doble estándar respecto de la mismísima democracia.

No se trata de un debate doctrinario, sino de una comprobación fáctica, siguiendo el “Nuevo curso de ciencia política”, de Gianfranco Pasquino. En el capítulo XI, “Los regímenes democráticos”, el autor diferencia “teoría y realidad” de la democracia. Justamente, respecto de las democracias que se verifican en los hechos, y distingue dos grupos.

Por un lado, aborda las democracias liberales (como la que consagra la Constitución argentina), para las que el politólogo italiano postula cinco requisitos: A) Los derechos civiles y políticos son reconocidos y tutelados. B) Es respetado el imperio de la ley. C) La Justicia es independiente. D) Se desarrolló una sociedad pluralista y vivaz, con medios de comunicación no sujetos a control gubernamental. E) Los civiles ejercen el control sobre los militares.

Por otro lado, Pasquino distingue de la democracia liberal otro régimen: la democracia meramente electoral. “En efecto, se vota, pero uno o más de los principios arriba mencionados no son respetados y con frecuencia son violados”, asevera inequívocamente. En Nicaragua, Venezuela y Cuba no falla uno de los cinco principios enumerados, sino todos a la vez.

Ese es el modelo de democracia que sí defiende el kirchnerismo. Sin derechos civiles tutelados, sin imperio de la ley, sin jueces independientes, sin pluralismo ni prensa libre, lo que se torna inviable es la igualdad ante la ley. Entonces, a modo de ejemplo, miles de militantes “K” se convocan frente al Congreso en 2017 y le arrojan 14 toneladas de rocas: lapidan un poder del Estado para evitar una reforma previsional que consideran perjudicial. Después de justificar el atentado contra el parlamento, llegan al poder y ejecutan una “contra reforma” previsional, para pagarles menos a los pasivos. Con el régimen de 2017, los jubilados ganarían hoy un 5% más.

En contraste, la Vicepresidenta de la Nación cobra otra vez dos pensiones presidenciales simultáneas (la suya, como ex mandataria, y la de su difunto esposo). En la gestión anterior se la habían conminado a escoger sólo una. El resultado de “la lucha K” es jubilados que ganan $ 50.000 de mínima mientras una de sus gobernantes gana $ 5 millones por mes.

Para consagrar un esquema semejante, y a la vez pregonar la justicia social, necesariamente hay que practicar, también, un doble estándar de igualdad. Uno en el cual se reconozca que todos los argentinos somos todos iguales. Pero que algunos son menos iguales que otros...

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