“El mejor truco que inventó el diablo es hacernos creer que no existe”. (Charles Baudelaire).
El tiempo perpetra crímenes perfectos. El tiempo pasó y muchos olvidaron que Frankenstein no era el monstruo hecho de retazos humanos, sino su creador. Muchos más asumen que Alí Babá era el jefe de los 40 ladrones, cuando era su enemigo. En la postmodernidad, su delito más impecable consiste en convencer a los occidentales que las formas no importan.
En la introducción de su célebre libro “El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado” (1991, Paidós), el crítico literario Fredric Jameson advierte que el fin de la modernidad supuso la desautorización del sistema de interpretación de la realidad que distingue “lo interior” de “lo exterior”. El propiciado abandono de este esquema de análisis puso en crisis, también, el modelo freudiano que diferencia “lo manifiesto” de “lo reprimido”. Otro tanto ocurrió con el modelo semiótico que separa “el significante” del “significado”; y el modelo dialéctico de “la esencia “versus “la apariencia”. Lo que, lógicamente, también hizo sucumbir toda lectura que intentará discernir “la materia” de “la forma”.
Sin embargo, y por más que la posmodernidad se esfuerce, las formas importan. Y mucho. Hoy, por caso, son el eje de un debate que es pasión de multitudes. La prensa europea fustiga a la Selección Nacional por burlarse del combinado de Países Bajos después que bajáramos a ese país del Mundial de Qatar; y los argentinos defendemos a nuestro equipo y justificamos lo ocurrido como una reacción al rosario de provocaciones y hostigamientos que nos rezaron los de la oxidada “naranja mecánica”. Mientras tanto, la FIFA abre un sumario para investigar los incidentes y el famoso “¿Qué mirás, bobo?”, de Lionel Messi, se vuelve memes y remeras. No son meros modales: son formas. Y son trascendentes. Toda una economía de ejemplos es el tuit de ayer del coterráneo Román Calvete (@romancalvete), quien reniega de los que le reclaman rectitud a los muchachos de la “albiceleste”: “creen que Argentina tiene que ser Suiza, que el fútbol tiene que ser tenis y que la Selección tiene que ser (Roger) Federer”.
Es decir, hay modos, “formas” por las que el fútbol ese ese deporte, y no otro; y que hacen que a la “argentinidad” sea lo que es. Y que no sea “europeísmo”. Si un el director técnico de un rival desmerece al capitán de tu equipo, si los jugadores del otro equipo te fustigan antes de patear cada penal, y si los que te maltrataron durante todo el partido pretenden saludarte después del cotejo, es de argentinos decir “anda p’allá, bobo”, con cara de pocos amigos.
Si las “formas” son tan determinantes para una identidad futbolera, lo son infinitamente más cabales para un Gobierno. Sobre todo, porque lo que ocurre en un partido de fútbol se sujeta al universo del fútbol. En cambio, lo que acontece en la administración del Estado se expande sobre el escenario de “lo público” hasta sus últimas consecuencias. Eso quedó masivamente expuesto también durante la semana pasada. La condena en primera instancia contra la Vicepresidente de la Nación a seis años de prisión, e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos, generó en los que tienen la responsabilidad de gobernar “modos” que no tienen nada que ver con “las formas” de un Gobierno argentino. Formas que, otra vez, no son modales, sino, propiamente, mandatos de la Constitución Nacional.
En el espíritu
El crimen perfecto de la posmodernidad desautorizando esquemas de análisis incluyó, también, el modelo moderno que tiene a la democracia por un lado y a la democracia por otro. Esa distinción es, para la Argentina, genética.
La Carta Magna, precisamente, es inaugurada por una norma que no habla ni de esencias ni de materias a la hora de administrar el Estado. “La Nación argentina adopta para su gobierno la forma representantiva republicana federal, según lo establece la presente Constitución”, dice la ley primer en su artículo primero.
Nadie mejor que el autor de esta construcción monumental, el máximo pacto social que pueden suscribir los argentinos, para esclarecer lo esencial que resulta “la forma”. La democracia es soberanía del pueblo, escribió Juan Bautista Alberdi en su “Fragmento preliminar de al Estudio del Derecho”. Y “con tal que la soberanía del pueblo exista y sea reconocida, importa poco que el pueblo delegue su ejercicio en manos de un representante, de varios o de muchos”, esclareció. Es decir, en nombre de la democracia puede haber aristocracia y también monarquía. O puede haber república. Y la república es, según el imprescindible tucumano, “la única forma posible de Gobierno”, reseña el constitucionalista Rodolfo Burgos en su ensayo “Del Ejecutivo fuerte a la hegemonía”. Sintéticamente, la democracia es la materia y el constitucionalismo es la forma.
De esas formas se cuidó el Poder Judicial en el largo proceso que llevó a Cristina Fernández de Kirchner a ser primero procesada y luego condenada por el TOF 2 de Comodoro Py. Un Tribunal Oral Federal compuesto en su totalidad por magistrados designados por el kirchnerismo a lo largo de sus cuatro gobiernos, al igual que el fiscal principal Diego Luciani. La denuncia se radicó en 2008, durante el segundo kirchnerismo, y la condena llega ahora, en la cuarta gestión. Todas las garantías procesales fueron dadas. Y la Justicia declaró haber acumulado 2.000 kilos en pruebas documentales para demostrar que el 80% de la obra vial para Santa Cruz, pagada por la Nación entre 2003 y 2015, fue para Lázaro Báez. Era empleado bancario hasta días antes de que Néstor Kirchner asumiera como Presidente. Entonces fundó Austral Construcciones. Lázaro se levantó económicamente, con una suba patrimonial del 12.000%. Y su empresa anduvo: creció un 46.000%. De las 51 obras abandonó 24.
Frente a semejante estadística como basamento para el fallo, el poder político no guardó las formas que la Constitución pauta para el Gobierno de la Nación.
Nadie menos que Alberto Fernández dijo que la Presidenta del Senado fue “víctima de una persecución”, culpó a “los medios de comunicación” de operar como instrumento de “los poderes fácticos” para “estigmatizarla” y descalificó a los miembros del Poder Judicial destratándolos de “jueces complacientes”. Y afirmó que un juicio realizado dentro de debido proceso fue “un simulacro de juicio”. De la Presidencia hacia abajo se dijo más. Y peor.
En la filosofía
Otra vez en Tucumán, en 1938, una de las glorias de la filosofía, el español Manuel García Morente, daba cátedra sobre el valor de “las formas”. “Sobre la acepción de la palabra ‘forma’ entendió Aristóteles aquello que hace que la cosa sea lo que es”, enseñó en la UNT. “Lecciones preliminares de filosofía” es el libro que recoge aquellas clases. “Para Aristóteles, la forma de algo es lo que a ese ‘algo’ le da un sentido; y ese sentido es la finalidad”, enseñó el teólogo.
El Gobierno debe tener “la forma” de una república de poderes separados que se contrapesan, y no otra “forma”. Es el Estado Constitucional de Derecho el que determina que el gobierno será federal y representativo y republicano, y no de otro modo. El constitucionalismo, primando sobre la democracia, es lo que hace que el Gobierno de la Nación sea lo que es.
Pero hay más. En la definición de Aristóteles. Y en la Constitución Nacional, que dice en qué consiste la “forma” que adopta para el Gobierno. Ese “algo más” es la “finalidad”.
La Carta Magna originaria que se dicta en “Las Provincias Unidas en el Río de la Plata” (simultáneamente libraron la guerra de la independencia con la guerras civil) está fundando un país. Es la semilla para un Estado-Nación. Y lo que queda claro, desde Aristóteles hasta hoy, es que la semilla de un árbol tiene dos destinos posibles: germinar en ese árbol o fenecer. Pero lo nunca ocurrirá es que de la semilla de un naranjo florezca una palmera. Ese es el límite de lo posible. Y por ello mismo la Constitución es el límite de la política.
La definición de la política como “arte de lo posible” no significa que “cualquier cosa” les esté permitida a los políticos. Porque si una cosa puede ser “cualquier cosa” entonces lo que ha dejado de existir es la idea de misma de lo “posible”.
Justamente, en los tiempos de Aristóteles, los griegos se entregaban a la filosofía para tratar de que el mundo fuera pensable. Entendible. Inteligible. Legible a través del intelecto. Y entonces “la forma” es, prácticamente, uno de los requisitos de la racionalidad. La forma de “algo” es lo que también nos permite pensar en ese “algo”. No hay cosas vacías de “forma”.
La “forma” del Gobierno de la Nación es la república, la representatividad y el federalismo en los términos que pauta la Constitución. No se puede pensar en un Gobierno sujeto al Estado Constitucional de Derecho si no es en esos términos. A modo de resumen: gobierna el que más votos obtiene, pero sin que nunca pueda tener más poder que aquel que la ley le confiere.
Esa “forma” se entiende perfectamente; logra que “la materia”, que es la soberanía del pueblo, no se desborde; y determina que el Gobierno y sus actos resulten racionales. Es una forma clara. De modo que el interrogante frente al poder político que descalifica a la Justicia no es si “entiende” la “forma” que la Constitución le impone. El interrogante es si está dispuesto a entenderlo y a hacer que “la única forma posible” de Gobierno sea posible.
A la Selección Nacional, acaso, el “incidente naranja” le cueste el premio al “Fair Play”. Lo cual, sin importar los futuros resultados, será apenas una “apostilla” mundialista.
Infinitamente más serias y más graves son las demonizaciones políticas de la Justicia. Las convocatorias a resistir las disposiciones del Poder Judicial no son una “anécdota”. En la Argentina, un Gobierno de la democracia que reniega de la forma republicana deja de ser eso que estaba destinado a ser. Y no hay truco para convencernos de que tal cosa no existe.








