Un paseo por el downtown: cómo apreciar sin envidiar lo que deseamos de Tucumán

Un paseo por el downtown: cómo apreciar sin envidiar lo que deseamos de Tucumán

Me da celos dar un paso sobre otro en una acera que brilla como el metal después de lustrarse. Me da celos no encontrar un papelito en el suelo. Envidio lo simple.

Un paseo por el downtown: cómo apreciar sin envidiar lo que deseamos de Tucumán FOTOS/LEO NOLI

Medio turulo por la fiebre, salgo sin rumbo, camino un par de cuadras, doblo a la derecha, avanzo un par de manzanas y giro a la izquierda. Parece que estoy jugando a dar vueltas en un cuadrado, pero no. Mi brújula no está bien, así que me entrego a la suerte de mis pasos y a ver qué se me cruza mientras voy en primera marcha. Por suerte está nublado, no hace calor y eso es bueno para mí: me urge hacer hasta lo imposible para no caer en las garras del metro, donde el aire acondicionado es hoy mi peor enemigo.

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Ya me hizo caer en un resfrío intenso, tengo los ganglios a la miseria, así que creo que lo mío irá hacia la conocida rinofaringitis. Uno conoce su cuerpo, el límite. Si no mejoro después de terminar las dos tiras de antibióticos que traje de Tucumán, voy derechito al médico. Retomemos.

Comparo: no temo perderme por ninguna calle por las que circulo habitualmente. Esto no es Argentina, menos Tucumán, donde el delincuente juega a ser tu sol y sombra. Para ser honesto, esta gran ciudad mantiene a raya al rebaño mediante un circuito de cámaras de vigilancia al estilo Gran Hermano. Salvo el baño, todo lo demás es visto por el “gran ojo”. ¿Si me resulta invasivo porque no estoy acostumbrado a moverme con esta paz envidiable? No, para nada. Es como si me preguntaran si elijo este clima al del Jardín. Siete meses derretido en 50 grados y cinco de calor matinal, anochecer a las 5 y brisas relajantes para cortar con el sudor. No sé lo que serán los 50Cº de los otros meses, pero a este clima que estamos viviendo en el Mundial sí lo compro. Lo envuelvo para regalo.

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Sigo: después de romper la geometría de girar en torno al cuadrado, cortó el rumbo y me desvío por unas calles internas. He llegado a la zona del downtown de Msheireb, una elegancia como la de Francia. No estoy lejos del Zoco, mi primer parada. Quiero tantear cómo está la zona roja del Mercado de Zouq Waqif después del enorme triunfo de Marruecos sobre Canadá (2-1) y de hacer historia al clasificarse primero de del grupo F regalando al segundo lugar a Croacia y mandando a casa temprano a Bélgica, el número 2 del mundo según la FIFA. Qué lindo es el fútbol.

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Guau: no estoy ladrando como un perro, pero sí voy con la boca abierta con miedo a que me entre una mosca. Estoy maravillado de lo que veo en el downtown. Siento una envidia insana cuando recuerdo nuestra peatonal, vendida después de su recuperación como “paseo de compras a cielo abierto”. No estoy comparando ostentación económica ni petrodólares con supervivencia y caña de azúcar, voy a lo mínimo e indispensable. A lo básico. Veamos.

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Me da celos dar un paso sobre otro en una acera que brilla como el metal después de lustrarse. Me da celos no encontrar un papelito en el suelo; me da celos ver cómo se maneja el tránsito, cinco veces más populoso que el nuestro e infinitamente menos ruidoso que el nuestro. Me da celos ver a quienes ayudan a cruzar en los pasos peatonales, con sus balizas onda sables luminosos de la Guerra de las Galaxias. Cada uno en su posición, auto y peatón, a la espera de su bandera verde. Envidio lo simple.

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Es su casa: Estoy a nada del Zoco, pero acá se nota, además de lo recientemente mencionado, que es el espacio de mayor comodidad para los, llamémosles, anfitriones de la Copa del Mundo. Las mujeres visten sus burkas inmaculadas y ocupan sus manos con el celular último modelo de la manzana mordida y una cartera del diseñador de moda. Y el hombre, con su kandurah tan blanca que al día de la fecha no sabría cómo explicar no encontrarle una mancha si estamos en el desierto.

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En cada edificio hay olor a que en su pulmón interno existen las puertas de un shopping inmenso. Es así. Yo me metí en uno cuya referencia fue: “mire hacia el cielo, cuando encuentre el árbol, ese es el edificio donde encontrará lo que busca”, perfecto, muchas gracias.

Mientras creo saber dónde está el árbol, me topo con otro, el “de los Sueños”, de la Conmebol. Lejos está de parecerse al de Avatar, su tronco es plateado y se ve en su raíces partes de copas y botines. Sus flores son claras, muy claras. Alrededor suyo hay juegos para niños, habitaciones separadas en donde verás la historia de las naciones que componen a la casa madre del fútbol sudamericano y dos estatuas, de Pelé y Diego, la más buscada para una selfie. También, protegidas por vidrios, podemos apreciar la Copa Sudamericana, Libertadores, América femenina y la masculina. Esas sí que están lindas. Son las de verdad.

Arriba, en lo que sería una especie de caserío, se ven camisetas de las selecciones sudamericanas colgadas como esperando al sol para secarse.

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Para vagos: acostumbré la vista al entorno, a ver diferentes negocios callejeros, todos inmaculados con mesas y sillas para que puedas aprovechar del aire libre. Me siento en uno de un foodtruck verde recién sacado de la concesionaria. Es esplendor puro. Pido un americano, que me viene en el popular vaso take away, y la cuenta. Con razón esta zona es tan así, es lo único que voy a decirles.

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Le doy fin a la pausa y enfilo hacia el zoco. No hay que cruzar una avenida, sino un túnel con piso de silestone. Lo que más me llama la atención es una escalera mecánica ubicada a  la par de una normal de 10 escalones. Ya es demasiada comodidad. Resta “escalar” una de varios peldaños, pero por suerte dos mecánicas nos esperan y eyectan hacia uno de los accesos al Zoco: “Welcome to Qatar”, hace rato estamos, pa.

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Hola fútbol: mi reloj merodea las 8 de la noche. En su mayoría, en las mesas ocupadas se ve a la gente cenando ya, cosa que para mi paladar es muy temprano. Aparte no tengo tiempo. Unos 40 metros en línea, ingreso a la Quimera. El “olé, olé, olé… olé, olé” de los marroquíes hace vibrar las paredes de los locales comerciales. El dedo pulgar de bronce casi tambalea. Marruecos es dueña del zoco. Lo tienen merecido, dejaron afuera a un candidato como Bélgica.

Miro un rato a los fans desaforados, sobre todo a los que están en un bar del primer piso. Son la mayor atracción de la peatonal: todos saben que están ahí, porque cantan como si tuvieran equipo de sonido para una recital, pero nadie los ve. “Olé, olé, olé… Olé, olé”.

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Hola, Fanfestival: Hasta el 18 de diciembre, Corniche será solo una estación de descenso, nadie puede subirse a los trenes. A unos 1.000 metros está el acceso al edén de los hinchas del mundo que vienen al Mundial. Querés comprar camisetas oficiales, podés; querés subirte a un simulador, podés; querés comer comida asiática, europea o sudamericana, entre otras, podés; querés ir al museo de la FIFA, podés. En el Fanfestival podés hacer lo que te plazca, hasta tomar cerveza con alcohol.

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Cumplo con las formalidades de los controles en el acceso a la prensa, saco el celular y hago unas historias para el Instagram de LA GACETA. Sobre el escenario principal está Dj Yusset mezclando temas mundialmente conocidos que vienen a ser una trompada emocional. Todos contentos. Mientras tanto, por las diferentes pantallas se pueden ver los partidos del grupo E entre Costa Rica y Alemania y Japón contra España. Todos tienen algo que ganar y perder.

Merodeo cual rondín mientras escucho a Trinidad Cardona. Siento la fiebre intentando aflojar mis cimientos. No es la mundialista, todo lo contrario.

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Debo volver a casa, es hora de los remedios.

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