Los carpinteros ponen el último clavo en la plataforma. Se sientan en un rincón, esperando que el director pruebe su resistencia. Los músicos ingresan al escenario. Una rutina de notas inunda el aire, buscando la afinación adecuada. Ven entonces con sorpresa a un niño de 10 años treparse al podio. Cuando este asienta el arco en el Re mayor del corazón de Tchaikovsky, el violín desata sus alas y un frío les zigzaguea por la espalda. El director Arthur Nikisch y los integrantes de la Filarmónica de Berlín tampoco pueden articular palabra. Ciertamente, está iniciando en ese instante una larga secuencia de aplausos y loas que lo acompañará toda la vida. El gran Fritz Kreisler que lo está escuchando, exclama con impotencia: “¡Ahora me dan ganas de romper el violín!”
Sábado de 1901. Apenas puede ver la luz ese 2 de febrero en Vilna, Lituania, porque su padre Ravin le pone un violín de hebreos sentimientos en las manos cuando se arrima a los tres años. Un año después lo inscribe en el Conservatorio de la ciudad. A los siete, su niñez juega con el Concierto de Mendelssohn, dejando al público alelado. Leopold Auer lo tiene luego de alumno en el Conservatorio de San Petersburgo. “En mis 45 años de docencia, nunca escuché nada parecido”, se le oye murmurar al famoso maestro.
¡Qué calor!
1917. Pisa los Estados Unidos, huyendo con su familia de la revolución rusa. Nueva York. En octubre despliega la magia en el Carnegie Hall. Están escuchándolo el violinista Mischa Elman y el pianista Leopold Godowski. “¡Hace mucho calor aquí!”, dice Mischa en el entreacto. “No para los pianistas”, responde Leopold.
1928. Se enamora de Florence Vidor, actriz y ex esposa del director King Vidor. Llegan dos hijos y en 1946, el divorcio. Los elogios recorren el mundo: “milagro moderno”, “violinista perfecto”, “sublime maestría”, “un semidiós”, “el gigante del arco”, “inescrutable maestro de la magia”. Inexpresivo. Inmutable. Un “gran cara de piedra”, según los norteamericanos. En el escenario, no hay gestos, movimientos corporales, solo brazos y dedos por donde se cuela la música. “Si usted quiere desafiar a un dios envidioso tocando con una perfección tan sobrehumana, morirá joven. Ningún mortal debería pretender tocar con tal infalibilidad”, dice sir George Bernard Shaw tras escucharlo.
Demasiada técnica, mucha frialdad, poco corazón, afirman algunos críticos. A la salida de un concierto, un hombre está conteniendo en sus manos las lágrimas. “¡Maestro, ha tocado usted maravillosamente hasta hacerme llorar!”, le revela. “Ese es su problema”, le responde.
No hay cima
Giras constantes, discos, programas de radio, el cine, avalancha de dólares. 1947. Se casa con Frances Spiegelberg. Llega un hijo y luego el divorcio en 1963. “He descubierto tres cosas que no conocen fronteras geográficas: la música clásica, el jazz estadounidense y los aplausos como signo del favor del público… No hay cima. Siempre hay más alturas que alcanzar, no existe la perfección, solo existen estándares. Y después de haber establecido un estándar, te das cuenta de que no era lo suficientemente alto. Quieres superarlo”, piensa.
Esquemático y algo superficial. Bajo los brazos del alma, siempre viajan un Guarneri de 1741 y un Stradivari de 1731. “He actuado durante cien mil horas y llevo tres millones de kilómetros de travesía”, dice a los 46 años. Se radica en Beverly Hills, donde se toma a menudo sus años sabáticos: “es importante sentarse, pensar y soñar, eso que el mundo moderno tiende a ahogar. Hay que seguir aprendiendo, estudiando. Siempre descubro algo nuevo en Bach o Brahms”.
La diferencia que hay entre Fritz Kreisler y Heifetz es que el primero sale al escenario pensando que va actuar ante 2.000 amigos, mientras que Jascha piensa que de ese mismo número hay 1.999 que están esperando que él se equivoque, explica un violinista. “Hay muchos violinistas y también está Heifetz”, comenta su colega ucraniano David Oistraj.
Lucha constante
“La disciplina de la práctica todos los días es fundamental. Cuando me salto un día, noto una diferencia en mi forma de tocar. Después de dos días, los críticos se dan cuenta, y después de tres días, también lo hace la audiencia… la crítica no me molesta, porque soy mi propio crítico más severo. Siempre en mi forma de tocar me esfuerzo por superarme a mí mismo, y es esta lucha constante lo que hace que la música me resulte fascinante”, dice. 1964. La artritis y el dolor se instalan en su hombro derecho. 1972, último concierto. La felicidad no es su amiga. Nunca habla de su vida. Intenta olvidar la desdicha sobre la mesa de ping pong. La soledad pasea por las playas del Pacífico. Un tumor cerebral. Una caída. 1987. El 10 de diciembre echa a volar su alma. El domingo se conmociona con la noticia. Amado o criticado, siempre Jascha Heifetz seguirá provocando admiración








