Cinco postales de una crisis cada vez más grave y violenta

Cinco postales de una crisis cada vez más grave y violenta

 la gaceta / FOTO DE JORGE OLMOS SGROSSO la gaceta / FOTO DE JORGE OLMOS SGROSSO

1- Un pequeño desacuerdo en una reunión de trabajo puede transformar una conversación formal en gritos desaforados. Demorar apenas unos instantes en avanzar cuando el semáforo se pone en verde garantiza, como mínimo, una lluvia de bocinazos. Subirse al auto para ir de un lado al otro en Tucumán implica exponerse (sin exagerar) a la posibilidad de ser blanco de distintos tipos de agresiones que pueden llegar -por qué no- a una paliza ¿Qué nos está pasando? Sin dudas, el clima que se vive en las calles es un gran reflejo de los problemas que a diario padecen los individuos: el dinero no alcanza; la calidad de vida se desploma; cada vez más personas recalan en trabajos informales que no les brindan ninguna previsibilidad; el que puede se encierra en barrios privados para intentar escapar de los ladrones (aunque eso no le garantice nada) y el que no, queda librado a su suerte, porque prácticamente no hay un solo lugar en el que se esté a salvo de los delincuentes; las ciudades están cada vez más deterioradas, sucias y contaminadas; el soborno, la coima o el amiguismo se han convertido en la llave que abre casi todas las puertas, y el mérito es una mala palabra. Mientras tanto, el único objetivo de muchos políticos y dirigentes (oficialistas y opositores) parece ser que se mantenga el statu quo que les garantiza la permanencia en el poder.

2- Aquella idea que sostenía que de la pandemia íbamos a salir convertidos en mejores vecinos, ciudadanos, dirigentes y un largo etcétera se repitió como un mantra durante mucho tiempo. Posiblemente fue un modo de conjurar el miedo a lo desconocido. Pero el tiempo y los hechos nos dieron la respuesta: no fue así. Y no precisamente porque las personas hayan decidido volverse malas. Sino porque las circunstancias han empeorado gravemente las condiciones en las que vivimos. A tal punto que si recordamos el 2019 da la impresión de que pasó mucho más tiempo y no apenas dos años y pico. Y eso que en aquel entonces el país ya atravesaba una crisis profunda.

Acá vale hacer una distinción: una cosa fue la pandemia y otra, la gestión de esa pandemia que aplicó el Gobierno. No vamos a ponernos a enumerar los errores que se cometieron desde que llegó el coronavirus a estas tierras, porque seguramente merecen otro debate. Pero sí hay que decir que, si tras la Peste Negra en la Europa medieval se produjo una mayor distancia entre la sociedad y la Iglesia (que en aquel tiempo regía la vida de aquellas comunidades), aquí las cuarentenas y las restricciones produjeron un incremento exponencial de la desconfianza hacia los gobernantes y sus capacidades para sacarnos de esta espiral descendente atroz que la pandemia y la mala gestión han acelerado.

3- Esa desconfianza no sólo se traduce en términos electorales (no hay que olvidarse que a nivel nacional, la derrota del oficialismo el año pasado fue apabullante; en Tucumán, ganó el peronismo, pero la oposición quedó muy cerca), sino también en cuestiones más cotidianas y, al mismo tiempo, más preocupantes. Por ejemplo, da la impresión de que estamos cada vez más acostumbrados a la aparición de “justicieros” (si es que cabe la posibilidad de acostumbrarse a algo así). El último caso conocido ocurrió hace pocos días, cuando vecinos de la zona sur de la capital atraparon, golpearon y le amputaron los dedos a un “motochorro”. Si miramos hacia atrás, los hechos se multiplican y podemos llegar a noviembre de 2020, en pleno año pandémico, y al linchamiento -viralizado en las redes- de José Antonio Guaymás, el femicida de Abigail Riquel, de nueve años. Ni el más horrendo crimen justifica a los “justicieros”. Pero es claro que hay un sector cada vez más grande de la sociedad que no confía en quienes deben garantizarle seguridad. No es un fenómeno atribuible a la cuarentena, claramente, pero el miedo y el enojo que se perciben en las calles a causa de la inseguridad hacen suponer que estos hechos se seguirán repitiendo.

4- Mientras en el mundo se habla de las características del consumo post pandemia y las empresas intentan adaptarse a las nuevas demandas, en Argentina, consume el que puede. Y el resto se las arregla para subsistir. El índice de inflación récord que se conoció ayer (la más alta en 20 años) es un capítulo más de una serie cuyo final fue espoileado con fuerza el año pasado, cuando con el objetivo de ganar las elecciones que finalmente perdió, el Frente de Todos rifó la economía. Mes a mes somos más pobres. El que tiene algún margen, se dedica a consumir. Y consume lo que sea: bienes, viajes, servicios. Posiblemente lo haga a modo de consuelo, porque el dinero vale menos y ahorrar dejó de ser una opción para muchos. Se empieza a vivir al día, porque la incertidumbre impide hacer proyectos. Y si no se puede planificar el futuro tampoco es fácil mantener las esperanzas. Basta decir que con lo que valía el kilo de asado en aquel 2019 que parece tan lejano hoy apenas se puede comprar un kilo de pan.

5- Mientras los políticos oficialistas y opositores se enredan en internas, peleas y mezquindades (cuyos únicos fines parecen ser la búsqueda de más poder y de más impunidad), la decadencia es cada vez mayor: se multiplican los faltantes de insumos, hay dudas sobre la provisión de gas, falta el gasoil y casi el 40% de la población es pobre, entre muchas otras variables. Pero todavía falta un trecho para tocar fondo. A los argentinos el pasado nos condena: las escuelas estuvieron cerradas un año y medio. Y a las consecuencias de esa tragedia aún no las vimos.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios