“Ojalá todos recuperaran la capacidad de soñar”

“Ojalá todos recuperaran la capacidad de soñar”

Hace 25 años, partía una de las grandes cantantes del jazz. Un dúo memorable con Louis Armstrong.

La escobilla despeina la nostalgia en el platillo de la batería. Negras y corcheas inician un diálogo de contrabajo. El piano va abriendo la luz en la oscuridad. Los párpados se cierran en sonrisa y lanzan el ancla de los sentimientos hasta boyar en el corazón. La voz comienza a inundar su pecho, pero sale como un susurro. Tiernamente. Como si acariciara los cabellos de su hijo. La mirada del canto camina ahora entusiasta por un “Tiempo de verano”. Los gestos vibran de placer. El público también. Ella enciende ahora un spiritual en la penumbra y las estrellas se ponen a rezar.

1917. Newport News, estado de Virginia. El jazz la ve nacer ese miércoles 25 de abril. No hay demasiadas imágenes. Tal vez prefiere no recordar. Ocurre que el maquinista William, su padre, las abandona. Temperance, su madre lavandera, se engancha con un inmigrante portugués. “No podría calificar mi infancia de infeliz. No recuerdo nada de mi pueblo natal... No conocí a mi padre. Y era demasiado pequeña cuando me llevaron a Nueva York. Mi madre ya iba acompañada por mi padrastro”. 1932. Un grave accidente arroja a su madre a la muerte. Su pareja la viola repetidas veces. Es internada en un reformatorio. Intenta escapar varias veces. Quiere ser bailarina.

Chiquito y jorobado

La crisis de los ‘30 los recibe en Harlem. Rondando las esquinas, entrega sus horas a caminar la melancolía de los blues. Chick Webb es baterista. La escucha al pasar y le dice: “Pequeña, así arruinarás tu voz”. Poco después, la llevan con él, pero ambos no se recuerdan. “Chick era chiquito y jorobado. Había sufrido mucho y tocaba como para expulsar los demonios. ¡Qué baterista, Dios mío! Me llevaron a su camarín. Chick sonrió y me dijo: ‘canta’. Lo hice. Eran tres temas de los favoritos de Connie Boswell. Al día siguiente, ya formaba parte de la orquesta y viajaba a Yale con los demás. Empecé ganando 50 dólares por semana. Era lindo cantar en esa orquesta, una de las mejores en una época de figuras como Count Basie, Duke Ellington y Benny Goodman… Podría decir que con Chick aprendí a cantar. Él era el tipo de persona que mostraba compresión y paciencia, pero no me enseñó ningún estilo. Él me dejó hacer lo que yo sentía, me permitió cantar de la manera que sentía que podía cantar… De cierta forma, ahí comenzó a formase la Ella que es hoy”, dice.

Una ronda infantil

1938. Una ronda infantil. Con “A-Tisket A-Tasket” llega la popularidad. Una pena: Webb muere en el ‘39 y Ella se hace cargo de la orquesta. La guerra la deja sin músicos. Se casa con Ben Kornegay, trabajador de un astillero, con antecedentes penales; se divorcia a los dos años. 1946. Se asocia con Norman Granz. Antes se casa con Ray Brown y en el contrabajo acunan a un niño adoptado.

Cuando el racismo aprieta una mano blonda se abre. No la dejan cantar en un popular club nocturno. “Marilyn Monroe llamó personalmente al dueño del Mocambo y le dijo que si me contrataba en ese momento, ella estaría reservando una mesa en primera fila cada noche, y la prensa enloquecería en el momento, cuenta”. Maestra del scat, esas piruetas onomatopéyicas riegan el deleite de sus oyentes. “Qué alta está la luna” la ubica en la cima. Todos quieren grabar con Ella. Peterson, Ellington, Basie, Louis Armstrong. Con Satchmo se trenza en un dúo memorable. Con “Porgy & Bess” alborotan el corazón del planeta.

Busca la felicidad con alegría. Pese a que “los éxitos me han ayudado a ser menos infeliz”. Odia los reportajes porque “siempre quieren que una termine hablando mal de los demás”. Le gusta moverse en el escenario, bailar. Cantar con el cuerpo. “Creo que la gente debería bailar más. El baile revela muchas cosas y hace sentir mejor. La música acerca, reúne, hace que todos se sientan mejor. Todos hablan el mismo idioma aunque se esté en Argentina o en Japón. Caen barreras y todo funciona mejor. Ojalá pasara en todos los ámbitos y todos aprendieran a quererse más. Ojalá todos recuperaran la capacidad de soñar”, afirma.

Sin vueltas

El saxo de Johnny Hodges se deshilacha en ternura y le guiña “Things ain’t what they used to be”. Pasa de Ellington a Burt Bacharach, a Jobim o a Los Beatles, pero siempre arropando con sentimientos cada interpretación. Trece premios Grammy no le roban la llaneza. A diferencia de sus colegas, su problema no es la heroína, sino su sobrepeso. Swing, blues, be bop, bossa nova, góspel, calypso, canciones navideñas, pop conquistan su geografía del canto. “Amo la alegría. Soy muy sencilla, ¿no? Me gustan las cosas sin vueltas. Estar en mi casa, en California, cuidando mi jardín, cocinando. Nada complicado. Me preocupan las mismas cosas que a la gente común: que haya odios, hipocresía, ingratitud. Yo, en realidad, soy una mujer, una chica como tantas, que sueña con un planeta donde decir ternura, inteligencia, humor no suene raro, sea posible de verdad. Ya sé que no soy una jovencita, pero nadie puede quitarme el derecho a soñar. Aunque a veces la realidad es muy dura, no tiene piedad. Pero sigo y seguiré soñando que las cosas pueden ser mejor de lo que son”, explica.

Muda de piernas

1993. La diabetes la ha dejado muda de piernas. Dolor. Impotencia. La silla de ruedas se convierte en su segunda casa. Cansada del hospital, quiere volver a su hogar para estar con su hijo Ray y Alice, su nieta de 12 años.

1996, 15 de junio. “Solo quiero oler el aire, escuchar a los pájaros y escuchar reír a Alice”, dice. La llevan al patio ese sábado. Un murmullo de guitarra recorre sus párpados casi ciegos. En los dedos de Joe Pass se dibuja Samba de una nota sola. El scat merodea ahora en su corazón. Puede ser el último chispazo del alma. Ella es Ella. Siempre lo ha sabido. La sonrisa busca a su nieta. “Estoy lista para irme ahora”, le susurra Ella Fitzgerald.

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