El toque personal en la ciencia

El toque personal en la ciencia

Suele sostenerse que la diferencia crucial entre el arte y la ciencia está en el carácter personal e irrepetible del arte, frente a la universalidad ineludible de la ciencia. Pero, si indagamos la historia, quizás encontremos una proximidad sorprendente.

06 Junio 2021

Les propongo considerar esta afirmación: si no hubieran existido Leonardo o Beethoven no tendríamos La Mona Lisa ni Claro de Luna, pero si no hubieran existido Newton o Einstein igual tendríamos una ley de la gravitación universal y una teoría de la relatividad. En otras palabras, la diferencia crucial entre el arte y la ciencia está en el carácter personal e irrepetible del arte, frente a la universalidad ineludible de la ciencia.

Esta mitología se apoya por un lado en la naturaleza azarosa del destino; ese agregado sucesivo de hechos accidentales de donde emerge el arte. Y por otro, en la idea de que la ciencia se ocupa de descifrar un universo regido por leyes únicas, como si fueran claves de la gran caja de seguridad del cosmos: si hoy no las descubre uno, a la larga las encontrará otro.

Eso que llamamos leyes de la naturaleza son síntesis mentales de las regularidades del mundo, dibujos matemáticos que nos permiten clasificar y predecir fenómenos de la realidad. Pero, como cualquiera que trató de ordenar los libros de su biblioteca sabe bien, no hay una manera única de clasificar las cosas. En una caricatura matemática de esta ambigüedad, el número uno (la “regularidad”) es la solución de la ecuación x-1=0 (la “ley”), pero hay infinitas ecuaciones cuya solución es el número uno; la que muestro es la más simple.

La búsqueda de la simplicidad en las leyes (encarnada en la famosa, y filosa, “navaja de Occam”) es y fue una guía acertada en las bifurcaciones del laberinto de la ciencia. Pero la realidad no tiene la menor obligación de ser simple, o de ajustarse a eso que la mente humana considera simple. Lo que a María le resulta sencillo, puede ser complejo para Alicia. Es así que las teorías, aún cuando en mayor o menor medida acuerdan con lo observado, delatan el estilo personal de sus autores y, como las obras de arte, llevan sus firmas.

Digamos que represento la realidad del universo como una línea recta que se extiende en el espacio. En esta alegoría geométrica, las teorías científicas son curvas ondulantes que cruzan, ocasionalmente, la línea de la realidad. Esos puntos de coincidencia son los “acuerdos con el experimento”, y bien podrían ser otros ya que esas ondulaciones cambiantes son conducidas y modificadas por las circunstancias históricas, por las tendencias culturales y por las vivencias personales de quienes la componen y conducen. Y ese acuerdo con el experimento es siempre parcial y no implica que la teoría sea definitiva; una teoría incorrecta puede dar resultados correctos.

Tolomeo, astrónomo de principios del primer milenio, describía el movimiento planetario con un sistema de círculos que giraban alrededor de un círculo más grande, centrado en la Tierra. El modelo se ajustaba bien a la observación: predecía eclipses y, con incómoda complejidad, describía el movimiento retrógrado de Marte -una especie de zigzag del camino de los planetas en el cielo a lo largo del año, en contraposición a la progresión circular y armónica de las estrellas. Luego Copérnico pone al Sol en el centro y todo resulta más claro, más simple, más abarcador.

En su modelo, el movimiento retrógrado ocurre cuando la Tierra se adelanta al planeta, como cuando pasamos a un auto en la ruta, y sucede cuando Marte, la Tierra y el Sol están sobre la misma línea. Lo escribo y vuelvo a maravillarme de la elegancia copernicana. Pero claro, es mi gusto personal.
Sadi Carnot, ingeniero francés, creó su teoría del motor térmico -que no solo funcionaba sino que aceleró la Revolución Industrial- basada en un concepto que hoy es considerado erróneo: el calórico, un fluido que pasa de los cuerpos calientes a los fríos. Y así otros ejemplos de ideas correctas en parte (al fin y al cabo, todo modelo funciona en parte) que luego fueron reemplazados por una nueva teoría que, como la anterior, combina el rigor matemático con el estilo personal de su autor.

Una objeción natural a mi argumento es el descubrimiento simultáneo de teorías similares por individuos que no se conocían. Ejemplos: La teoría de la evolución de las especies de Alfred Wallace y Charles Darwin, el descubrimiento del oxígeno por Carl Sheele y Antoine Lavoisier, o el principio de conservación de la energía, enunciado casi al mismo tiempo por cuatro científicos dispersos por Europa: Julius Mayer, James Joule, Ludvig Colding y Hermann von Helmholtz. Los tres primeros trabajaron en completa ignorancia de los otros. Tomo la objeción. Pero también observo que la ciencia no progresa en el vacío, los investigadores tienen acceso a la misma evidencia del momento, han leído los mismos textos, son parte de una misma matriz cultural, de un estilo colectivo; en el discurrir oceánico de la historia, las ideas derivan arrastradas por la misma corriente. Y la dirección de esa corriente sería distinta si los que vinieron antes hubieran sido otros.

El físico Richard Feynman, en un maravilloso ejercicio que yo llamaría histórico-científico, muestra que la teoría general de la relatividad de Einstein bien podría haber sido otra. La visión de Einstein, dice Feynman, resulta de un accidente histórico, y luego Richard nos muestra su formulación alternativa. Si, por algún motivo Einstein hubiera abandonado la física en 1908, por aburrimiento o víctima de un crimen, quizás otra u otro hubiera formulado una teoría a lo Feynman, y hoy no hablaríamos de agujeros negros sino de otra entidad, con otro nombre, con propiedades análogas pero no idénticas.
Nuestras leyes, aún cuando capturan parte de la realidad objetiva, están condicionadas por nuestro proceso de descubrimiento y están informadas por las herramientas que desarrollamos para indagar el mundo. Del mismo modo, el Impresionismo no puede pensarse aislado de la invención del pomo de pintura, que facilita pintar al aire libre, o de las teorías del color que vienen de la física del siglo XIX.  La composición de las sinfonías clásicas es inseparable de los avances tecnológicos en la fabricación de violines y otros instrumentos; la perspectiva de Brunelleschi y Piero della Francesca es inconcebible sin la invención de la cámara oscura y de las lentes ópticas, que permiten la proyección tridimensional en un plano.

No postulo una equivalencia entre la creación artística y la científica, sino una proximidad mucho mayor a la que plantea el enunciado del principio.

En un planeta con una evolución similar, pero no idéntica, sin Galileo y sin Heisenberg, tendríamos métodos parecidos, pero no iguales, de describir el movimiento uniforme y el mundo microscópico. Y en la métrica imaginaria de las estéticas, en ese posible mundo sin Bach y sin Vermeer, tendríamos también una pintura cercana a La Joven con el Aro de Perla, y una obra próxima, pero no idéntica, al Clave Bien Temperado.

PERFIL

El tucumano Alberto Rojo es físico, escritor y músico. Tiene un doctorado en Física del Balseiro, fue investigador posdoctoral en la Universidad de Chicago y actualmente es profesor en la Universidad de Michigan. Publicó un trabajo académico con el premio Nobel Anthony James Leggett. Como músico, grabó a dúo con Mercedes Sosa y compuso con Pedro Aznar y Víctor Heredia, entre otros. Es autor de varios libros.

Por Alberto Rojo
Para LA GACETA - ANN ARBOR (EE.UU.)

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