El odio en la política

El odio en la política

Una diputada de Mendoza le deseó publicamente a Cristina Kirchner que se contagie de Covid-19 y el rencor volvió a mostrar su vigencia en torno del poder. Y evidenció que es empleado como una herramienta.

1.- Deseos de contagio

Médica de profesión, la legisladora mendocina del PRO Hebe Casado fue noticia el fin de semana pasado cuando, en su cuenta en Twitter, le deseó a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, que se contagiase de coronavirus. “Diganmé que estuvo con CFK en las últimas 48 horas el vacunado”, posteó el sábado 3. El mensaje contenía el “emoji” de las manos en señal de ruego.

Las críticas arreciaron. Iban desde los cuestionamientos éticos hacia una profesional de la salud -ella es, además, especialista en inmunología- hasta, directamente, los pedidos de renuncia. Pero Casado no se retractó. “Pretenden que tenga compasión por personas que se saltaron la fila y le manotearon la vacuna a personas de riesgo. Escandalícense por eso. Escandalícense por no haber conseguido vacunas. Escandalícense por haber dejado 6 de cada 10 niños pobres. Escandalícense por los hechos”, ratificó el domingo.

El reafirmado anhelo, no ya por parte de un anónimo sino de una representante del pueblo, de que otra figura pública adquiera una patología con altos índices de mortalidad (la Covid-19 fue equiparada a un “Fukuyima biológico”) vuelve a poner en el centro de la escena un debate maldito, y a menudo muy argentino: el odio en la política. O el fracaso de la política para erradicarlo.

2.- “Viva el cáncer”

En “Evita, Jirones de su vida”, Felipe Pigna da cuenta de los últimos días de vida de la segunda esposa de Juan Domingo Perón. Mientras el oficialismo se deshacía en homenajes (a la ciudad de Quilmes llegaron a rebautizarla como “Eva Perón”), sus “queridos descamisados” sólo buscaban consuelo. El 20 de julio de 1952 (una semana antes de su deceso), la CGT organiza una misa en el Obelisco a la que asiste 1 millón de personas, según el historiador. A los jardines de la residencia presidencial llegaban personas de todo el país con amuletos, talismanes, piedras curativas y estampitas milagrosas. Miles viajaban por cuenta propia al interior a buscar manosantas, curanderos y brujas. La gente se agolpaba en las verjas y hasta se arrodillaba a rezar en plena calle, bajo la fría lluvia del invierno porteño.

Los antiperonistas tampoco pensaban en honras. “Un ambiente de desolación y tristeza comenzaba a invadir los barrios populares, mientras manos anónimas pintaban sobre una pared ‘Viva el cáncer’. Eran manos que venían de otros barrios donde le deseaban larga vida al cáncer y corta vida a su odiada enemiga”, puntualizó Pigna.

El odio político que desea la muerte en tiempos de democracia volvería después. Y esta vez de parte de quienes lo habían padecido a mediados del siglo XX.

El 4 de febrero de 2020 falleció, víctima de un tumor cerebral, el juez Claudio Bonadio. En las redes sociales hubo incontables fanatizados que celebraron el deceso del magistrado que había dictado el procesamiento de Cristina Kirchner en la causa de “Los cuadernos de la corrupción”. Pero, otra vez, no fueron sólo anónimos “trolls” los que posteaban el odio. Uno de los abogados de la ex Presidenta, Gregorio Dalbón, afirmó: “Con la muerte de Bonadio se muere una de las peores partes de la Justicia”. En declaraciones a Radio 10 agregó: No me alegro que haya muerto, hubiera preferido que tenga una larga vida y que pague por todos los juicios que armó y la gente que metió presa". Y remató: “La muerte le sienta bien”.

Lo trágico es que la propia Cristina, ocho años antes, había sido blanco de un rencor semejante. El 22 de diciembre de 2011, una biopsia había arrojado que la entonces Presidenta padecía un carcinoma papilar. Un tipo de cáncer. Por ello fue sometida a una cirugía de tiroides. Pero en los primeros días de enero, los análisis revelaron que se había tratado de un “falso positivo”. “Viva el cáncer” había vuelto a aparecer, esta vez no en paredes pero sí en redes. Como también con Bonadio.

3.- Símbolo ancestral

Antes de que los virus fueran identificados y de que el cáncer fuera individualizado, el odio tenía, para el poder, un símbolo unívoco: la siembra de sal.

Esta práctica para purgar ciudades malditas encarna el fervoroso e irracional deseo de que ya nada pueda prosperar allí, en los baluartes enemigos derrotados.

Tan antiguo es este rencor que aparece en la Biblia. Un pasaje sobrecogedor del Antiguo Testamento, que también compone la Tanaj hebrea, se encuentra en el Libro de los Jueces. Da cuenta de que Abimelec, hijo de Gedeón, se alejó de la vida ejemplar de su padre y mató a todos sus hermanos para proclamarse rey. Frente a semejante fratricidio, la ciudad cananea de Siquem se rebeló. Y el monarca aplastó impiadosamente la insurrección. “Y después de combatir Abimelec la ciudad todo aquel día, la tomó, y mató al pueblo que en ella estaba, y asoló la ciudad, y la sembró de sal” (Jueces, 9:45).

A dos siglos de nuestra Era, otro hecho similar adquiría rango histórico, pese a que su monstruosidad es mítica.

En el 146 antes de Cristo, Roma lanzó un feroz ataque contra Cartago, con el que destruiría la ciudad. Era el final de la Tercera Guerra Púnica librada por el control del Mediterráneo. El triunfante Escipión Emiliano esparció sal sobre el suelo, para que nada volviese a crecer allí.

Así, se daba cumplimiento al designio que Marco Porcio Catón había machacado hasta el hartazgo. En el Senado, terminaba toda alocución con un latiguillo que Plutarco conservó en su obra sobre la vida del censor: “Por otro lado, soy también de la opinión que borrada debe ser Cartago”. La aserción “borrada debe ser Cartago” se inmortalizaría en el latinazgo “Delenda est Carthago”.

Después, la política renunciaría a la sal, pero no al odio.

4.- El tal Maquiavelo

En 1513, Nicolás Maquiavelo condensa en su obra más famosa, “El príncipe”, una teoría del poder según la cual el Estado posee una lógica regida por principios distintos que los valores de la vida privada. Consecuentemente, el poder ha de ser pensado con prescindencia de toda moral. Maquiavelo parte de una visión pesimista de la naturaleza de las personas, a las que concibe como afanadas en la obtención de dominio y riqueza. Esa naturaleza humana es, para el florentino, inalterable a lo largo de la historia. De modo que la política, postulará, debe ser estudiada de manera objetiva. O sea, como una ciencia. Por eso, su obra es considerada fundacional de la ciencia política.

“El príncipe” no elude el odio. Por caso, el Capítulo VIII se titula “De los que llegaron al principado por medio de maldades”. Y es un clásico el Capítulo XVII, “De la crueldad y de la clemencia, y si vale más ser amado que ser temido”. Pero hay que reparar en el Capítulo XIX: “De qué modo se debe evitar ser despreciado y odiado”.

“Concluyo que un príncipe debe inquietarse poco de las conspiraciones cuando el pueblo le tenga buena voluntad; pero, cuando le sea contrario y le tenga odio, debe temerlo todo y a todos. Los Estados bien ordenados y los príncipes sabios han cuidado siempre muy diligentemente de no descontentar a los grandes y de satisfacer al pueblo y tenerlo contento”, anota el primer politólogo de la historia. “De aquí que pueda sacar una notable conclusión: que los príncipes deben dejar a otros la disposición de las cosas odiosas y conservarse para sí mismos las de gracia”, añadió. “Le hace odioso, sobre todo, ser rapaz y usurpador de las propiedades y las mujeres de sus súbditos: de ello debe abstenerse. Siempre que no se quita a la generalidad de los hombres su propiedad ni su honor, viven contentos; y sólo se ha de combatir contra la ambición de pocos, la cual se frena de muchas maneras y con facilidad”, esclareció.

5.- No es Argentina

Un concepto meridiano para la política moderna, que escapa a Maquiavelo y su momento histórico, es la legitimidad. “El príncipe” refiere a gobiernos monárquicos, en los que a la legitimidad la dan el linaje y Dios.

Tras las revoluciones Norteamericana (1776) y Francesa (1789), los ciclos revolucionarios de 1820, 1830 y 1848, y la Primera Guerra Mundial (1914-1918), que modificó el mapa de Europa hasta tornarla un continente de Estados nacionales y ya no de imperios, las repúblicas se esparcieron como regueros de igualdad entre los miembros de una misma comunidad. Será justo después cuando el odio (que durante la Gran Guerra había alcanzado niveles industriales) se trasuntará en los asuntos públicos con una lógica que sobrevivió todo lo que siguió. “La política como relación amigo/enemigo”, para decirlo en los términos del “Diccionario de Política” de Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino.

“Entre las más conocidas y discutidas definiciones de la política debe considerarse la de Carl Schmitt (retomada y desarrollada por Julien Freund), según la cual la esfera de la política coincide con la esfera de la relación amigo-enemigo. Según esta definición, el campo de origen y de aplicación de la política sería el antagonismo y su función consistiría en la actividad de asociar y defender a los amigos y de dividir y combatir a los enemigos”, consigna la definición.

“Freund se expresa drásticamente en estos términos: ‘mientras haya política, esta dividirá a la colectividad en amigos y enemigos’. Y comenta: ‘cuanto más se desarrolle la distinción amigo-enemigo, tanto más esta oposición se convierte en política. La característica del Estado es la de suprimir en el interior de su ámbito de competencia la división de sus miembros o grupos interiores en amigos y enemigos, con el fin de no tolerar más que las simples rivalidades agonistas y las luchas de los partidos; y de reservar al gobierno el derecho de designar el enemigo exterior. (…) Es claro por lo tanto que la oposición amigo-enemigo es políticamente fundamental’”, transcriben Bobbio, Matteucci y Pasquino.

No hay nada más argentino que creer que a “la grieta” la inventaron los argentinos.

6.- La herramienta

El rencor en la política argentina estragó el siglo de XX con dictaduras sanguinarias, nacidas de los golpes de Estado. Los partidos de elites, marcadamente conservadores, dominaron el siglo XIX. Pero en el XX no pudieron, en las urnas, contra los partidos de masas. Así que promovieron los derrocamientos de la UCR en 1930 y del PJ en 1955.

Más las asonadas posteriores contra ambas fuerzas.

Pese a semejante contexto, hoy el odio sigue vigente. Entonces, más allá de los reparos éticos, cabe concluir que para la política contemporánea el odio es una herramienta. ¿Cuál es su función? Cuanto menos parece perseguir un propósito: indignar.

Pareciera que la cuestión es que todo sea escándalo. La diputada mendocina lo pide: proclama que no hay que escandalizarse porque ella le desee la Covid-19 a Cristina sino por otros temas. Pero proclama que hay que escandalizarse. ¿El resultado? La política es más sencilla.

Describe el filósofo coreano Byung-Chul Han, en su ensayo “El enjambre”, que los escándalos llegan en olas “incontrolables, incalculables, inestables, efímeras y amorfas”. Crecen y golpean súbitamente. Y asimismo desaparecen. En rigor, mucha gente no debe recordar claramente, de buenas a primeras, con qué se andaba escandalizando en las vacaciones. Para eso están las redes sociales, que se tornan progresivamente en memoriales de agravios para el escándalo.

La sociedad del escándalo carece de firmeza, detalla el pensador. Su histeria no tiene pausa. Su rebeldía no conoce causa más que la indignación. Y en la indignación no es posible la comunicación fructífera. No hay diálogo. Por tanto, no hay objetivos. Ni mucho menos integración. Y no puede haberlas porque los sujetos no se definen por lo que quieren sino por lo que no quieren. Apenas la indignación cesa (la sociedad del escándalo arde con temas que se queman con consuetudinaria superficialidad), los escandalizados advierten que tienen muy poco en común. Hay temas centrales en los que no están de acuerdo: cómo abordar la pobreza, la inequidad y la inseguridad, por citar tres cuestiones básicas. Pero no hay tiempo para la profundidad: hay que buscar rápidamente alguna otra superficialidad con la cual escandalizarse. Una persona es, exactamente, aquello que la indigna.

La consecuencia, se desprende del análisis de Byung-Chul Han, es que no hay ni habrá un diagnóstico del país: la indignación no crea discurso público. Por lo mismo, tampoco hay una salida para los problemas que indignan porque la indignación no configura espacio público.

El escándalo, en la sociedad de la indignación, no es un medio: es un fin. Y eso libera a la dirigencia de una de sus mayores obligaciones: el porvenir. “La actual multitud indignada es muy fugaz y dispersa. Le falta (…) toda gravitación, que es necesaria para las acciones. No engendra ningún futuro”, advierte el filósofo.

La sociedad donde todos zumban no es una cultura, sino un enjambre.

7.- Las cuestiones

“Te odio. Anatomía de la sociedad argentina” es el libro que Nicolas Lucca publicó en 2018. En el capítulo “Cuestión de odio” recorre los rencores que han surcado la historia argentina por las más diversas razones, que enumera en los subtítulos: cuesiones religiosas, de piel, de clase, de nacionalismo y, por supuesto, de “grieta”.

Lucca formula una pregunta que vale la pena dejar abierta, para ser cotidianamente llenada de sentido. “Unitarios, federales, centralistas, nacionalistas, autonomistas, radicales, intransigentes, personalistas, conservadores, liberales, peronistas, antiperonistas, azules colorados, montoneros, erpianos, militares, carapintadas… Con una mano en el corazón y otra en el lóbulo frontal: ¿Realmente podemos considerar que fuimos un pueblo unido y que un día un gobierno nos hizo enfrentar entre nosotros?”.

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