Memorias del Tafí donde el silencio reproducía los sonidos del valle

Memorias del Tafí donde el silencio reproducía los sonidos del valle

Memorias del Tafí donde el silencio reproducía los sonidos del valle
22 Febrero 2021

Félix Montilla Zavalía - Abogado, ensayista e historiador

Todo tiempo pasado fue mejor. El valle de Tafí de las últimas dos décadas se ha vuelto algo caótico, una explosión urbanística lo ha malogrado por todas sus latitudes -no sólo en el cerro El Pelao- y ha diezmado su cultura. Los veraneantes de tiempo pretérito y los que tenemos allí a nuestro segundo hogar vivimos con melancolía de aquel pasado.

Es que hemos sido testigos de un Tafí totalmente distinto.

En ese Tafí los tafinistos todavía andaban en caballos -casi no había motos y muy pocos tenían autos-; los veraneantes procuraban no generar molestias y la gente era mucho más respetuosa.

La vida giraba en torno a las actividades agrarias y a los lugareños siempre se les veía trabajar con felicidad; los alambres casi no existían; las casas se construían con piedra y adobe; las pircas y tapias de barro, o los cercos de mimbres y sauces delimitaban las heredades. Las acequias surcaban el valle llevando el agua y las fiestas -religiosas y profanas- unían a la comunidad.

De cuando en cuando se escuchaban los sones de bagualas llevados por el viento… el joy joy. A la siesta y tarde comenzaba a vislumbrarse un halo celeste, y el aroma a humo de suncho y pan horneado inundaba el ambiente. Las mujeres, cuyo pelo siempre estaba cubierto por un pañuelo de vivos colores, amasaban el “pan de mujer” y era posible comprarlo siempre calentito bajo la advertencia de que así “hace mal a la panza”.

Para determinadas fechas la gente procesionaba con sus misachicos llevando en andas en sencillas y floridas angarillas a Cristo; María en alguna de sus advocaciones o a los santos. Nunca faltaban el violín y la caja. Banderas papales y argentinas adornaban la fiesta andante, inmersa en un profundo respeto y en un paisaje inmensamente celeste.

En ese Tafí era posible comprar choclo, “alverja”, papa, angola, zapallos y un sinfín de hortalizas recién cosechadas. Golpeábamos las manos; encargábamos las verduras y, mientras esperábamos, la amabilidad tafinista nos ofrecía leche, mate o café bajo la sombra de algún sauce al costado de la acequia o canal.

El Tafí de antaño -en todas sus latitudes- era más tranquilo. Casi no había ruidos: sólo se sentían el balido incesante de los furibundos toros en celo; el rebuzno de los asnos; los ladridos de los caschis; el cantar de los gallos -cuando lo hacían a deshora presagiaban cambio de tiempo- y los gritos de los teros del ciénego del Churqui.

Cuando venteaba sonaba con mayor fuerza el motor de la usina de la Banda, y, además, todos los días se anunciaba, con el tañido de la campana de la Iglesia -en tres llamados espaciados por 15 minutos- la misa diaria de las 8 o de 11 de la mañana celebrada velozmente -¡15 minutos!- por el padre Hugo Lamaison o, un poco más larga, por el padre fray Marcos González, dos sacerdotes unidos en su afecto y tarea pastoral a Tafí.

En verano el eco de los rayos reventando en las cumbres era ensordecedor -y hace muchos años que ello no ocurre-. La furia de las lluvias se sentía en todo su esplendor: las grandes gotas cayendo en el piso; el olor al barro que llevaban las crecientes; el rugido de las piedras que arrastraba el río… El olor a hierba del viento cieneguero luego de las tormentas estivales.

En ese Tafí era posible ver la cultura criolla en todos lados. La gente usaba muchos enseres fabricados artesanalmente: los cuchillos hechos de discos de arado con mangos de asta o de hueso; las petacas de cuero para transportar ropa o alimento en la chasna; los ponchos rojos -especialmente los que le llamaban frezada por su trama compacta que impedía el paso del agua y abrigaba de noche-; los ensillados... En las casas se usaban los morteros y las pecanas para moler maíz para los animales; los catres de madera y tiendo; las sillas con asiento de cuero; las puertas de tablones; las pequeñas ventanas, y los techos de cañizo y paja.

En casi todos los negocios que no tenían heladera existía la fiambrera que se colgaba en un lugar oscuro y fresco para mantener aislados los embutidos de los perros y las moscas. También abundaban los zarzos de caña con quesos recién elaborados -cada familia producía los que consumía-. La gente tenía sus animales y cada casa -de las que estaban alejadas de la villa- disponía de su corral para el rebaño de ovejas.

En el verano era común ver los arreos y yerras de ganado. La gente comía estofado, locro, mote, guiso y sopa de gallina con arroz. El asado de cordero era habitual.

La vida de aquel Tafí pasaba en cámara lenta. La gente hablaba pausadamente…

Durante el año los veraneantes -salvo excepciones- no subían. Tafí quedaba inmerso en el sencillo, pero feliz, devenir agrario.

Recuerdo, siendo niño, un mes de junio -quizás de 1980- una noche que corría mucho viento y en los cerros -en el Mala Mala, Pabellón y Muñoz- se podían divisar, salpicados, numerosos destellos dorados. De grande supe que era el fuego que prendía la gente para festejar San Juan…

En ese Tafí de antaño el garrotillo era mucho más habitual que ahora y también nevaba con más asiduidad.

A la siesta todos teníamos prohibido salir pues el duende podía encontrarnos. En invierno se sentían, por los zanjones del Pelado y las quebradas de los cerros, los estridentes acordes de las salamancas. Si habré escuchado, maravillado y aterrado, aquellas historias contadas por los propios tafinistos.

¡En el Tafí de antaño sabíamos quiénes eran los dueños de las casas! Y estaba vedado hacer tropelías. Solo, y muy de vez en cuando, nos permitíamos tirar algunas piedras en los techos de chapa -y tenía que ser de noche- o pillar un caballo -que creíamos mostrenco- para pasar un rato, pero, rápidamente, llegaba su dueño -proveniente del otro extremo del valle- para reclamar, luego de un reto, su devolución.

¡Sí, el Tafí de hoy es lindo, pero el que ha pasado lo fue mucho mejor!

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios