“La mano de Dios” y la anomia escultural

La primera estatua postmortem en honor a Maradona se inauguro en Famaillá e inmortaliza un gol ilícito. ¿Ganar lo es todo? Si la meta se sobrevalora, las reglas devienen futiles.

Aún a riesgo de generalizar, casi todo argentino con más de 40 años seguramente recuerda ese día. Ese 22 de junio de 1986. No era la ñata contra el vidrio sino el corazón en la boca y el alma contra el televisor. “TV Color”, habrá que aclarar, que todavía convivían con los “blanco y negro”. Cuatro años después de la Guerra de Malvinas, la Argentina e Inglaterra se volvían a enfrentar. Pero esta vez no era un campo de batalla en la isla Soledad, sino el campo de fútbol del Estadio Azteca; no era en el Atlántico Sur sino en México; no era con armas sino con una pelota de fútbol. Eran los cuartos de final de la Copa del Mundo. Y los 11 que vestían la camiseta celeste y blanca se llevaron la victoria. Y se cubrieron de gloria. En cinco meses se cumplirán 35 años de aquel partido que llevó a la Selección Nacional a las semifinales del último mundial en que se consagró como la mejor del planeta, y todavía hay un eco de los gritería incontenible, de Víctor Hugo Morales desgargantándose con un “barrilete cósmico”, de la alegría incomparable.

A esos 90 minutos, en este país, se les rinde culto. En Mercado Libre se ofertan ejemplares de la edición de la mítica revista “El Gráfico” sobre ese “test match”: “No llores por mí Inglaterra”, dice el título de la portada: piden hasta $ 25.000 por un ejemplar. Es que nunca se trató de disputar una instancia de cuartos de final. “Siempre estaba esa imagen fundida entre el partido Argentina-Inglaterra y los héroes anónimos de Malvinas, con hambre, con la cara lastimada, muriéndose de frío”, sintetizó el periodista Andrés Burgo en una entrevista con Alejandro Duchini publicada en LA GACETA Literaria. Burgo escribió un libro sobre aquella gesta deportiva. Lo bautizó de la única manera posible: “El partido”.

El resultado fue 2 a 1. Al tanto de los ingleses lo anotó Gary Lineker, quien aun habiendo quedado fuera del Mundial en esa etapa terminó siendo el goleador del torneo. Es que Inglaterra tenía un equipazo. Pero Argentina tenía a Maradona. Suyos son los dos goles que hicieron historia.

El primero fue con la mano, aunque eso se supo después. El árbitro no lo vio y la cámara no daba el mejor plano. Ante la duda, a favor de Maradona. Él confeso mucho tiempo después que el tanto no era lícito. Pero la contravención ya estaba prescripta. Y la Copa, en casa.

El segundo, en cambio, fue un acontecimiento único en la historia del fútbol. En 10.6 segundos -según cronometró el escritor Hernán Casciari-, Diego dejó en el camino a seis ingleses: Hoddle, Reid, Sansom, Butcher (en dos oportunidades), Fenwick y al arquero Shilton.

Esta última anotación, concretada en el minuto 55, es recordada, con justicia, como “El gol del siglo”. Aún así, ni siquiera puede competir nominalmente con la que había logrado cuatro minutos antes. A esa se la conoce nada menos que como “La mano de Dios”.

El segundo gol de Maradona provoca admiración en el mundo. Con el primero se delira en la Argentina. Y en Tucumán. Hasta el punto de que en Famaillá se inauguró hace pocos días una estatua en honor a “El 10”, que pasó a la inmortalidad nacional y popular el 25 de noviembre. Esa efigie recrea “La mano de Dios”.

“¿Por qué celebrar el gol con la mano, el gol ilícito, tramposo -mal que nos pese-, antirreglamentario? ¿Por qué producir una obra que conmemora una conducta fullera, para decirla en términos futbolísticos? ¿Tiene que ver, acaso, con nuestra “argentinidad al palo”? ¿O se enmarca dentro de la aclamada vendetta hacia los ingleses por esa sucia guerra perdida cuatro años antes de aquel mundial?”, interroga el filósofo José Guzzi, antes de abordar las respuestas en un abordaje sobre la cuestión que incluye el arte y la política. (Ver “La mano de D10s”)

“Ídolos” vs. “modelos”

Desde la sociología, Roxana Laks apunta una diferenciación sustancial acerca de lo que “La mano de Dios” significa y, aparejado con ello, lo que Maradona representa.

La tesis con la que alcanzó el título de magister en Sociología Aplicada consistió en un trabajo para diferenciar aquellas personas que son “modelos referenciales” de aquellas que han alcanzado la categoría de “ídolos”.

“El modelo referencial es aquella persona con la que me identifico hasta el punto de que quiero llegar a ser como ella. Puede ser un miembro de la familia o alguien a quien se conoce, y que tiene como un ‘requisito’ ser cercano a la realidad. Con el ídolo, en cambio, opera otra cuestión: no se quiere ser como él, sino que se quiere acceder a él. Y que el ídolo nos dé bienestar en lo que fuera que lo consideremos un ídolo: en el fútbol, en el caso de Maradona; o en la música, en el caso de Charly García, por poner dos ejemplos”, puntualiza.

“Al ídolo se lo construye. Y, luego, se lo ve y se lo disfruta. Es, ciertamente, inalcanzable. Y por eso a muchos les pasa que cuando conocen a ‘su’ ídolo, este se desarma. El ídolo está muy idealizado: es transgresor, innovador, distinto. Por eso también se le perdonan innumerables falencias. Al modelo referencial, no. Porque cuando yerra, opera la desilusión”, describe Laks.

Los dos goles contra los ingleses muestran esa dualidad del gran jugador argentino. El segundo tanto, dejando atrás contrincantes uno tras otro, es la manifestación misma de la genialidad. La obra de un prodigio inalcanzable. El primero, en cambio, es la obra de alguien perfectamente humano. O en todo caso, imperfectamente carnal. Eso mismo es Maradona y sus comportamientos anti-ejemplares que abarcan los más diversos aspectos: desde su adicción a las drogas hasta los escándalos sexuales, pasando por repeler a tiros a periodistas que intentaban cubrir una reunión en una de sus residencias y las denuncias penales contra su propia ex esposa, madre de dos de sus hijas, entre muchos y muchas, reconocidos y no.

El gol del minuto 55 es el elogio de la meritocracia: ganó el mejor. El del minuto 51 es el impulso por ganar aunque sea violando las reglas.

Esta última cuestión es lo que vuelve a poner en foco la estatua de “La mano de Dios”. Es la viva simbolización de alcanzar la meta sin importar a través de cuáles medios. Lo cual desemboca de lleno en el concepto de anomia.

“Cualquier precio”

En el ensayo Anomia y estructura social, Robert Merton (1910-2003) plantea que, entre los muchos elementos que componen las estructuras sociales y culturales, dos son inmediatos. Por un lado, los objetivos sustentados como legítimos. Por el otro, los medios que se consideran admisibles para alcanzar esos objetivos.

Hay una conducta anómala, según la hipótesis central del sociólogo estadounidense, cuando opera una disasociación entre las aspiraciones culturamente prescriptas a los miembros de una sociedad, por una parte, y los caminos socialmente estructurales para alcanzar aquellas metas, por otra.

El pensador mira su contexto y describe que la cultura estadounidense da gran importancia al “éxito” como meta, sin darle la importancia equivalente a los medios institucionales para alcanzarlo.

Cuando la atenuación de los medios se profundiza y la exaltación de las metas se acentúa, se produce la anomia: la falta de normas.

Lo que importa es ganar, cueste lo que cueste. Se pierde de vista, entonces, que lo que se obtiene “a cualquier precio” tiene un valor ineludiblemente dudoso: como la misma expresión denota, vale “cualquier precio”. En la exaltación del triunfo, la única derrota es renunciar a ganar. Sin importar cuanto se quebrante para conseguirlo.

Había que ganarle a los ingleses y punto. Y si Maradona decidió convertir un gol con la mano, que es un medio no lícito, a cambio de alcanzar la meta, entonces vale la pena recordarlo. A él y a lo que hizo.

Claro está, la anomia es anomia. Y su validación social no se circunscribirá sólo al plano de los partidos de fútbol. Merton repara que, en Estados Unidos, el “éxito” es económico. Y como enseña el filósofo Santiago Garmendia, no a todos se les proporcionan las mismas herramientas, los mismos medios institucionales para alcanzar el objetivo.

Eso explica -ilustra el filósofo tucumano- la popularidad alcanzada no sólo por villanos de comic sino por gangsters de la realidad como Al Capone: su inmoralidad y su criminalidad son legitimadas por miles de personas que ven en el mafioso a un hombre que logró abrazar la meta por encima de los medios. Y eso opera porque cuando el objetivo culturalmente legitimado se sobrevalora por encima de las normas institucionalmente validadas para alcanzarlo. En ese momento, el medio para alcanzar la meta se torna secundario.

Cualquier parecido con la Argentina de los 90 a esta parte, donde un gobierno es acusado de ser más corrupto que el anterior, sin solución de continuidad, no es mera coincidencia. Es, por el contrario, pura anomia. La sospecha (ya que son tan escasas las condenas por corrupción que parecieran ser la excepción de la regla) de que no son pocos los que acceden a encumbrados lugares de la función pública con el fin de tener “éxito” en términos estadounidense, sin que importe quebrantar las leyes argentinas.

Merton no predica cómo salvar sociedad, pero en su descripción sobre la anomia se detiene en una tipología: la rebelión. La cual no consiste en cambiar solamente en una instancia de cambio de los medios para alcanzar los objetivos, sino también en el cambio de las mismísimas metas.

Si el fin último seguirá siendo el “éxito”, el “triunfo” o como se le nombre, Maradona y “La mano de Dios” merecen muchas más estatuas.

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