Mercedes *
15 Noviembre 2020

Por Martín Kohan

Padre, he pecado. He pecado, o creo que he pecado, dijo entonces, dice ahora, Mirta López, mi abuela. Que no era todavía mi abuela, por supuesto: tenía apenas doce años. Hincada en el confesionario de la iglesia de San Patricio, allá en Mercedes, presintiendo al padre Suñé inclinado, como ella, sobre la rejilla de madera porosa, en el olor combinado del incienso y la humedad del piso y de los muros, en la penumbra espesa de los vitrales demasiado altos y probablemente sucios, pendiente de la doble promesa de comprensión y de castigo, de aceptación y reprimenda, de indulgencia y de sanción, presentando a la tolerancia algo acaso intolerable, acudiendo hasta el perdón con algo acaso imperdonable, Mirta López, mi abuela, la que sería mucho después mi abuela, camisa blanca y pollera azul y una vincha elástica, también azul, sujetando y ordenando su pelo, dijo así: he pecado, y a continuación: o creo que he pecado. Los verbos conjugados de esa manera, en pretérito perfecto, forma adecuada para la confesión y para todas las declaraciones solemnes (para las promesas, el futuro: no volveré a hacerlo; para los pecados, el pretérito perfecto: he mentido). Dijo y dice, palabras textuales, y aunque ahora levanta la cabeza, para una mejor evocación, en ese entonces la bajó, avergonzada: el mentón tocando el pecho, la vista ausente sobre las propias manos, un sollozo contenido.

Se hizo un silencio. No solamente los sonidos tienen eco, también lo tienen los silencios; eso pasa en las iglesias, y pasó en la de San Patricio, allá en Mercedes, después de que mi abuela Mirta habló. En ese silencio, que la inquietaba, alcanzó a pensar que sus palabras, tal y como las había murmurado, menos parecían una confesión que una pregunta. Entonces, desde el otro lado, se oyó la voz del padre Suñé.

– ¿Has pecado? ¿O crees que has pecado?

Los verbos conjugados en pretérito perfecto y, además de eso, en tú.

En efecto: lo que ella había formulado, tal como lo había formulado, era una duda y no una confesión, o todavía no una confesión.

Por eso el padre invisible, la voz del padre Suñé, desde esa especie de escondite sagrado llamado confesionario, no podía proferir, no pudo, penitencia ni absolución, sino hacer nada más que esto que hizo: devolverle a ella la duda, pedirle más claridad.

– ¿Crees que has pecado? ¿O has pecado?

Mirta López no sabía. Es decir, no estaba segura. De que existía, de un lado, el bien, de que existía, del otro, el mal, tenía perfecta noción: lo aprendió en la comunión, lo intuía desde antes, acababa de ratificarlo al confirmarse en la catedral de Mercedes. Dios y Lucifer, el cielo y el infierno, la virtud y los pecados; así de simple. ¿Y entonces? ¿Por qué no podía responder? El padre Suñé esperaba. La iglesia de San Patricio esperaba. La rondaban un mareo y un llanto. Apoyó una mano en la madera, para mejor sostenerse, y afirmó los doce años de sus rodillas intactas en el cobertor apenas mullido que acogía a los culposos. Mentir es siempre un pecado; aquí, en la casa de Dios, es un pecado mortal. Pero ella no iba a mentir, por supuesto; no sabía y era verdad. Mejor entonces contar qué era lo que había pasado, o qué era lo que le había pasado, y que fuera el padre Suñé, el olor a humedad y a incienso que tal vez fuera suyo y no de la iglesia, quien al cabo estableciera, pudiendo discernir, si había pecado o no lo había. Y si lo había, cuál era. Y con qué pena se lo redimía.

* Fragmento de Confesión

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