Los tres encuentros con el maestro Alezzo

Los tres encuentros con el maestro Alezzo

Sus clases irradiaban una religiosidad sin Dios. Nos exigía un compromiso absoluto y una concentración total. Con su presencia interior y con sus acciones, el actor ocupaba esa caja vacía que es el escenario.

19 Julio 2020

Por Marcos Rosenzvaig

PARA LA GACETA - BUENOS AIRES

El teatro es por excelencia el arte de la máscara, y las técnicas para encontrar la verdad se hallan detrás del embozo. La “verdad” es un concepto tan complejo como el concepto de lo “real”. Las técnicas actorales que van a su encuentro pergeñaban una matriz ideológica en una época politizada, la del siglo XX. Algunos actores lograban estudiar teatro en Europa y regresaban con un modelo, algo así como un documento de identidad de promoción: brechtiano, grotowskiano, stanislavskiano, etc. También estaban aquellos que encontraron el modelo en Buenos Aires, y ese modelo se llamó Heddy Crilla, Esta maestra austríaca judía que había estudiado con Max Reinhardt marcó a Agustín Alezzo, y a toda una generación de actores: Alejandra Boero, Augusto Fernandes y Carlos Gandolfo, entre otros.

Hasta los años 60 solo se había traducido Preparación del actor, el primer libro de Stanislavsky. Una década después se editaba toda su obra y el combate estético-ideológico se hizo candente. Los bares eran centros de humo y discusión. Y la polémica de los estudiantes cifraba entre aquellos que enaltecían el primer método, que dicho de manera mecanicista se expresaba desde el interior del actor hacia el afuera (la memoria emotiva representada por la escuela del Actor’s Studio de Strassberg), y los marxistas que enarbolaban el segundo método que iba desde lo exterior al interior (las acciones físicas). El fiel representante del primero era Agustín Alezzo y el del segundo el tucumano Raúl Serrano. Todos nos alineábamos en esa ingenua controversia.

Yo tenía 14 años y supe de la existencia de Alezzo cuando un compañero de la escuela de teatro, en Lomas de Zamora, nos propuso ver Romance de lobos de Ramón del Valle Inclán. Ese fue mi primer contacto con el director y su genial puesta. El segundo encuentro lo tuve como alumno hace 45 años. Los estudiantes de teatro estábamos agremiados y nuestra organización de entonces (AET) contrató un seminario dictado por Alezzo. Su presencia infundía el respeto propio del maestro, palabra olvidada en las nuevas generaciones. Ese mismo respeto lo reencontré en Polonia hacia Tadeusz Kantor, cuando me instalé en la Cricoteca a estudiar su obra. La palabra “maestro” representaba la veneración hacia el arte, un rendibú al escenario, sin adulación. Narciso Ibáñez Menta besaba la mano del actor judío norteamericano Ben-Ami, y lo llamaba “maestro”. Esa camada de maestros vivió el teatro muy lejos del éxito fácil, de la superficialidad y de los daños colaterales que trajeron los nuevos tiempos en los que todos se dicen profesores y todos se dicen escritores.

El tercer encuentro con el maestro Alezzo fue hace unos siete años cuando lo entrevisté para mi libro Técnicas actorales contemporáneas. Tenía un hablar pausado y una exquisita memoria. De hecho, recordó una escena de mi época de alumno, en la que yo había representado uno de los personajes de Los derechos de la salud de Florencio Sánchez, obra que 30 años después dirigí en Tucumán protagonizada por la excelente actriz Teresita Terraf.

Cuando entrevisté a Julio Chávez para el segundo volumen de Técnicas actorales contemporáneas, gran parte de la conversación giró en torno a Fernandes y Alezzo, con quienes Chávez había estudiado más de diez años.

Alezzo reunía todo lo aprendido de Konstantín Stanislavsky y el amor del teatro independiente: “Nuevo Teatro” y “La Máscara”. Supo atender boleterías, repartir programas y barrer el escenario con la misma pasión con la que llevó a escena, de manera exquisita, a los dramaturgos del teatro de la ira y del realismo americano como Arthur Miller, Tennessee Williams, Clifford Odets y Eugene O’Neill. Su honestidad artística e intelectual rozaba el pudor: me confesó que nunca quiso dirigir Un tranvía llevado deseo, después de la versión cinematográfica de Elia Kazan.

Sus clases irradiaban una religiosidad sin Dios. Nos exigía un compromiso absoluto y una concentración total. Con su presencia interior y con sus acciones, el actor ocupaba esa caja vacía que es el escenario. En ese equilibrio, Alezzo llevaba al actor hacia una naturalidad, no de la vida cotidiana que suele ser tediosa, sino la que hace viajar a los espectadores sin que ellos se enteren. Él emprendió su viaje personal para dejar en los que fueron sus alumnos, algo imperecedero: el amor por el teatro.

© LA GACETA

Marcos Rosenzvaig - Director, actor y autor de más de 20 obras teatrales. Profesor en Letras y doctor en Filología Hispánica.

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