Un ininterrumpido pisoteo que aplasta todo a su paso

Un ininterrumpido pisoteo que aplasta todo a su paso

“A mí van a tener que darme una compensación, porque esto es día a día. Si no trabajo no como”, anuncia el taxista. Lo mismo sostienen incontables protagonistas del trabajo en negro. Cuando dicen “van” no hay mucho que pensar: esperan que el Estado subsidie lo que la economía no va a proporcionarles mientras dure la cuarentena. La pandemia es un ininterrumpido pisoteo que aplasta todo a su paso. Eso lo escribió Albert Camus en “La peste”, libro exhumado de los anaqueles de usados y reconvertido en best-seller por obra y gracia del coronavirus. Y por más que Mario Vargas Llosa lo haya caratulado de mediocre.

Es que la muerte dejó de ser una probabilidad permanente para transformarse en nuestra realidad inmediata (eso lo escribió Gabriel García Márquez en “El amor en los tiempos del cólera”). El problema es la gente empecinada en tapar el sol con la mano, obstinada en un estado de negación que sólo puede explicarse como una forma indirecta, soterrada, de miedo. Entonces sale de casa, hace lo posible por mantener la rutina y por atraer al prójimo a su limbo, intenta explicarse y justificarse. De paso, planifica minivacaciones. Y mientras tanto, se convierte en una bomba de tiempo. No es el taxista arrinconado por la necesidad de parar la olla, cuya situación luce infinitamente más delicada porque es difícil que alguien vaya a darle el subsidio que espera. Es el ciudadano que se niega a sacarse las anteojeras para mirar la pandemia en su verdadera dimensión.

Otra cosa es la imbecilidad lisa y llana como la encarnada en la uruguaya Carmela Hontou, que ignoró la cuarentena y contagió a medio mundo en un casamiento. Ese comportamiento delictivo de la diseñadora de modas -tristísima celebridad de estos días- es propio de innumerables compatriotas que hicieron lo mismo. A cuántos y a quiénes contagiaron los que volvieron del exterior se sabrá dentro de unos días, cuando concluya el período de incubación del virus (dos semanas) y la cantidad de casos crezca vertiginosamente en la Argentina. Los expertos pronostican ese pico para la primera semana de abril. Las estimaciones son variadas, las hay de máxima y de mínima. Cualquiera de estos escenarios es complicadísimo para nuestro sistema de salud. Con tino, las autoridades prefieren no anticipar los números que manejan. Es una sabia decisión: lo que prima es transmitir tranquilidad y concientizar a una población que, en demasiados casos, sigue preguntándose cuándo vuelve el fútbol.

Allá, no tan lejos

El taxista no vive en un tupper. “En Italia y en España están cayendo como moscas”, apunta. Desde ayer hay más víctimas fatales del coronavirus en Italia (3.405) que en China (3.245). Los infectados en Europa (arriba de los 100.000) superan a los de Asia y por eso los italianos acudieron a los chinos para que les den una mano. ¿Qué les dijeron? Que siguen sin hacer bien las cosas. “No están llevando a cabo políticas de cierre de las calles, porque el transporte público todavía funciona, la gente todavía circula y sin barbijo, mientras continúan las cenas y fiestas en los hoteles”, les dijo Yang Huichuan, vicepresidente de la Cruz Roja china y jefe del equipo de consultores.

En España, con 18.007 casos, lo que necesitan es personal dispuesto a trabajar en un sistema sanitario colapsado. Hay 14.000 enfermeros jubilados que volverán al servicio y también saldrán al campo los estudiantes de los últimos años de Medicina y de Enfermería. En total contratarán 50.000 agentes, que no serán los encargados de enfrentar al covid-19, sino de reemplazar en toda clase de tareas anexas a los profesionales que están lidiando con el coronavirus.

La buena noticia -y la falta que hacen- es que por primera vez desde que todo esto empezó no se registraron casos autóctonos en Wuhan. Tal vez algún día no tan lejano Wuhan y sus colonias de murciélagos se conviertan en una meca del turismo, como es hoy Chernobyl. Los 17 infectados registrados ayer por el sistema de salud chino fueron “importados”. Paradojas en tiempos de coronavirus: ahora los padres de la criatura se cuidan de lo que viene de afuera, tal como hacemos nosotros por estas horas. ¿Cómo llegaron a eso? Metiendo al país en un freezer. Cuarentena en serio.

Síndromes de estos tiempos

Mientras, las colas para ingresar a los supermercados son kilométricas. No hay riesgo de desabastecimiento ni estará prohibido en cuarentena salir de casa para hacer las compras, pero la compulsión por el consumo encontró el condimento justo para dispararse hasta el infinito. Una parte de la población, la que tiene resto en el bolsillo a esta altura del mes o capacidad para sobreendeudarse con las tarjetas, llena carritos con fideos, arroz y lavandina. Al resto, la mayoría, le quedará pelearla día a día.

A todo esto, los sociólogos siguen debatiendo a qué se debe el fenómeno de acaparar papel higiénico. Nadie lo entiende, así que lo más fácil es adjudicarlo al síndrome de FOMO (que sería algo así como el temor a perderse algo y hacer el ridículo social). “En situaciones de desesperación como la de esta pandemia se piensa que si una persona está comprándolo (al papel higiénico) tiene que haber una razón y yo también tengo que involucrarme”, le explicó a la BBC la experta Nitika Garg. Mucha gente baja una aplicación en su teléfono o mira una serie sin que le interesen en lo más mínimo porque son presas del síndromo de FOMO. Al coronavirus le tocó el papel higiénico; pudo haber sido harina leudante, broches para colgar la ropa o tintura para el pelo.

Buscando respuestas

“El trabajo del hombre es efímero y se desvanece como la espuma del mar... Así se desvaneció nuestra civilización grandiosa y colosal... Fue en el verano de 2013 cuando se declaró la peste escarlata... De momento la alarma no fue excesiva. Sólo habían tenido lugar unas pocas muertes... Lo que resultaba inquietante, sin embargo, era la rapidez prodigiosa con que aquel germen destruía a los humanos”. Eso lo escribió Jack London en “La peste escarlata”, una distopía publicada en 1912 que figura en el top ten de lecturas requeridas por estos días, absolutamente copados por las ficciones posapocalípticas.

Lo explicó Vargas Llosa, en ese contexto en el que no se privó de denostar a Camus y a su peste: “la literatura tiene un renacer inevitable en esos períodos de miedo colectivo: cuando no entiende lo que pasa, una sociedad va a los libros a ver si ellos se lo explican”.

A los libros se suman las películas, las series, los documentales. En el decálogo de las producciones de Netflix más consumidas por los argentinos esta semana conviven los culebrones (no tan) adolescentes como “Elite” y “Toy Man” con producciones carentes de eufemismos en el título, como “Contagio”. La fascinación por las distopías vive anclada en su condición de imposibilidad. Eso que muestran las pantallas -zombis, ciudades fantasmas, violencia, horror, hambre y etcéteras- representa un futuro posible, pero no cercano. Como los galos de la aldea de Asterix: nos les temían a los romanos, sino a que el cielo se desplomara sobre sus cabezas. Pero, como siempre decían, “eso no va a suceder mañana”.

La aparición de la muerte como una realidad inmediata, al decir de García Márquez, cambia la ecuación. El “contagio” de las películas se aprecia en los noticieros. El ejército italiano llevando los féretros hacia un destino común, porque los cementerios están colapsados, ganó la condición de noticia. La ficción y la realidad compiten mano a mano y lo que se le abre al espectador es una oferta inédita: medir cuál de las dos genera mayor pavor. No hay dudas sobre el resultado.

A propósito, Fernando Trueba escribió en El País un texto imprescindible: “La distopía nuestra de cada día”. Trueba les ganó de mano a Netflix y a Hollywood con su mirada. Europeos huyen del coronavirus cruzando en balsas el Mediterráneo, buscando refugio en la costa africana, de donde son expulsados sin miramientos. Lo que lleva a recordar que Haití, el país más pobre de América, es el único del continente sin casos de coronavirus. ¿Cuánto falta para que los haitianos, sufridos, vapuleados y descartados, no terminen recibiendo toda clase de flujos migratorios?

Fin de semana largo

El taxista agradece el viaje, el segundo que hizo durante la mañana -ya debería llevar muchos más-y se despide con la incertidumbre delineada en el gesto. “Van a tener que darme una compensación”, subraya. Mucha gente tendrá que ponerle el pecho a la calle en plena cuarentena; son los que se encargarán de que el mundo siga andando. Personal de la sanidad se prepara para enfrentar semanas que pintan complicadas. Muy complicadas. Por todas las usinas se implora a la población que se quede en casa. A esta altura de la vida, hay quienes todavía no comprendieron que estamos en medio de una pandemia.

“A veces no hay tiempo para confirmar el desastre”. Eso lo escribió Samanta Schweblin en “Distancia de rescate”.

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