Marian Anderson: “no quería humillar a nadie; solo cantar y compartir”

Marian Anderson: “no quería humillar a nadie; solo cantar y compartir”

Fue una de las contraltos más famosas del siglo XX. La discriminación racial.

1897. Sábado. Filadelfia es sinónimo de pobreza ese 27 de febrero. También de amor. John, el vendedor de hielo, le canta a Anna, su amada maestra, mientras acuna entre sus brazos de carbón a una changuita. “Papá murió cuando tenía nueve años. Mamá pudo habernos internado en un hogar, como alguien se lo sugirió, pero decidió tenernos con ella. Empecé a cantar a los seis años en un coro. Un día fui a un concierto y escuché el solo de un violinista negro. ‘Eso es para mí’, pensé. El gran modo de hacer dinero era fregar escaleras, así que fregué escaleras por cinco o diez centavos. Cuando ahorré tres dólares pude comprarme un violín. Nunca recibí una lección, pero aprendí a tocar muchas cosas”, recuerda.

A los 11 años, canta ya en un coro de mayores (“me aprendía la parte de todos. La parte de bajo la cantaba una octava más alta y no tenía problemas en dar el Do de pecho”). Va a inscribirse en la Escuela de Música.

“Cuando había llegado casi a la ventanilla, la hermosa muchacha que daba las solicitudes miró por sobre mí a la persona que estaba detrás y luego volvió a hacerlo. Finalmente preguntó: ‘¿Qué quiere?’ ‘Quiero un folleto, por favor’. ‘No recibimos gente de color’. Y lo dijo... como si le gustara decirlo”, evoca. El desprecio blanco no alcanza a mancillarla con el resentimiento.

Una desilusión

1923. Gana un concurso para cantar como solista en el Lewisohn Stadium de Nueva York. Luego su maestro la hace interpretar lieder alemanes en el Town Hall. “Cantaba en alemán fonéticamente y los comentarios no fueron favorables. Los críticos dijeron que cantaba en alemán como de memoria y me sentí tremendamente desilusionada, tal vez porque sabía que estaban en lo cierto. De modo que no canté en público durante un año”, dice.

1924. Graba spirituals en la compañía de discos Victor Talking Machine. 1927. Se va a Europa en busca de la libertad y de cultura, allí podrá tallar sus dones. Se instala en Alemania y Escandinavia; efectúa exitosas giras con el pianista finlandés Kosti Vehanen. Hechiza a los soviéticos.

Un sol en el camino

1935. Un sol le abre las ventanas de París. El empresario Sol Hurok la escucha en la Salle Gaveau y le pinta la fama en el horizonte. Por ser negra, los trenes y los hoteles de su país la esquivan, mientras el mundo se arrodilla ante su arte. 1936, abril 29. Madrid. Un poeta andaluz inclina sus metáforas ante ella. “Federico quedó embelesado con su arte”, comenta sobre García Lorca el diplomático chileno Carlos Morla Lynch.

1939. El Constitution Hall de Washington, donde solo pueden cantar los blancos, le cierra las puertas pretextando falta de fechas. El 9 de abril, el canto estremece a más de 70 mil personas que rodean el Lincoln Memorial de esa ciudad. “La intolerancia ha recibido uno de los golpes más duros en años”, dice el diario Chicago Defender. Orpheus H. Fisher la lleva al altar el 17 de julio de 1943.

“La música para mí significa tantas cosas hermosas que me parecía imposible que hubiera gente que tratara de impedir que uno hiciera algo hermoso. No quería humillar a nadie; solo cantar y compartir”, piensa. La veda racial concluye cuando se convierte en la primera negra que pisa el escenario del Metropolitan Opera House de Nueva York, encarnando a Ulrica en “El baile de máscaras”.

Un rezo de libertad

Filadelfia. Una secuencia de spirituals estalla lentamente en el recinto. Las plegarias se mecen sobre tres mil cabezas. Los cuerpos inician un gesto ondulatorio como el maíz o el trigo que se agachan para dejar pasar al viento. Alguien lanza un verso (“Oh Señor, por qué me trajiste aquí...”) y la canción se renueva. En ese pequeño universo de negros, la libertad es un sueño, un anhelo que se puede alcanzar. Tristeza. Alegría. Sufrimiento. La raíz de un pueblo segregado le estimula las lágrimas y le agita en la garganta la emoción. Ella siente que el canto le abre surcos en las yemas. Imágenes de la infancia se le cuelan en los párpados.

Schubert, Bach, Rachmaninov, Brahms, Schumann, Haydn, Bellini, Gounod, Haendel, Gluck, Verdi, revelan sus misterios en su voz… tras escucharla en su casa, el compositor finés Jean Sibelius le dedica la canción Solitude. En el Festival de Salzburgo estremece a los austríacos y a un célebre director. “La suya es una voz que se escucha cada cien años”, le expresa Arturo Toscanini.

Es designada delegada ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Escribe What a morning! (memorias) y My Lord. La Medalla de la Libertad (1962), la Medalla de Honor del Congreso y la Medalla Nacional de las Artes (1986); un premio Grammy por su carrera (1991), no empañan su humildad. La ovación del Carnegie Hall de Nueva York la despide de los escenarios en 1965.

Pérdida de tiempo

“En el momento en el que una persona cuya palabra valga mucho para los demás se atreva a tomar el camino de la generosidad y de la valentía, muchos otros la seguirán. Uno pierde mucho tiempo odiando a la gente”, dice. La voz de contralto trepa al registro de soprano con naturalidad.

1993, Portland. Los 96 años arrullan la alegría. Se inundan súbitamente de paz ese jueves 8 de abril, cuando la muerte le golpea las ventanas. Marian Anderson cierra los ojos, cobija la ternura con las manos del corazón y desmenuza un spiritual en el silencio.

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