Pinceles con olor a pueblo

Pinceles con olor a pueblo

Alfredo Gramajo Gutiérrez, el artista nacido en Monteagudo hace 126 años, fue premiado en Francia y en España. Elogio de Lugones.

Gestos dolientes. Siluetas encorvadas. Miradas enjutas. Escenas de trabajo. Cristos criollos. Tristeza de promesantes. Rumor de feria. Velorios de angelitos. Ermita virginal. Congoja de la muerte. Machaditos de la fiesta. Murmullos de carnaval. Cosecha de esperanzas. Vidala de la memoria. El olor a pueblo perfuma ese miércoles la alegría en la casa de Mercedes Gutiérrez y Salvador Gramajo que acaban de darle la bienvenida a Alfredo, sin sospechar que el changuito trae los pinceles bajo el brazo. Es 29 de marzo de 1893, en Monteagudo.

“En ese ambiente casi brujo nací. Heredé de mi pueblo el aciago pesimismo y creía que la vida era solo un sueño perverso. El misterio era para mí algo real y tangible. Mi espíritu se alimentaba de tradiciones y consejos que andaban en boca de jóvenes y viejos, gente atormentada por lo sobrenatural me hablaba trasladando a mi espíritu sus hábitos, sus abominaciones, sus creencias”, murmura.

La temprana muerte del padre no detiene los dibujos que cosquillean en sus manos. “Duendes, luces malas y apariciones danzaban en mi mente y mi sueño se volvió desesperado. En las noches, las ánimas esparcían su frío por mi cuerpo; sentía su respiración en mi almohada y me arrebujaba con desesperación en las cobijas”, dice. Con su madre y su hermana se traslada a San Miguel de Tucumán, donde ya ejercita la pintura. Nubes de silencios lo llevan a Buenos Aires; se gana la vida en el ferrocarril. Estudia en la Escuela Nacional de Artes Decorativas. Es ya maestro de dibujo.

El pintor nacional

“Expuse por primera vez en 1918 en el Salón Nacional y en el Salón Anual de Acuarelistas. Desde entonces envío mis cuadros a todas las exposiciones importantes”, comenta. Inesperadamente, el 27 de mayo de 1920, un artículo del diario La Nación lo arranca del anonimato. “El pintor nacional que era una esperanza brillante, aunque vaga todavía, en la persona de Gramajo Gutiérrez, acaban de revelárnoslo completo… la conciencia personal de vivir viene a uno de sentirse diferente. Si tal ocurre, dentro de pocos años más la pintura de Gramajo Gutiérrez será en el país lo que es la poesía de Martín Fierro: una realización definitiva, un monumento fundamental. La patria tiene de qué regocijarse”, celebra Leopoldo Lugones, pluma de fuste de la literatura argentina.

El norte le tira el alma. Paisajes de Catamarca. Luna en Tucumán. Una dama le trampea el corazón. 1921. Se casan en Tafí Viejo. Miseria, tristeza, supersticiones, rostros curtidos por el sufrimiento, también rojos, azules, amarillos, naranjas potentes, invaden ya sus telas. 1924. Primeras distinciones. El gobierno de Francia le compra una pintura que tendrá por destinatario el Museo de Luxemburgo. 1926. Primer premio y medalla de oro en la Exposición Iberoamericana de Sevilla. “Nací en un paisaje gris, en un poblado tucumano donde el diablo andaba suelto saturando el paisaje con su aliento e induciendo a los vecinos a cosa de brujería… con la desesperación que las gentes resumían en mi corazón, abandoné el pueblo. Nunca debían oscurecerse los recuerdos…”, cuenta.

Los que aman la vida

La mirada de Paul Gauguin se posa a veces en sus caballetes. Gramajo Gutiérrez se instala en Olivos. En 1952 se lleva a casa el Gran Premio de Honor del Ministerio de Educación. Está fuera de las modas. “No sé de escuelas ni de academicismos. Pinto para los hombres de sentimiento, para los que aman la vida, para los que se amargan con sus tristezas, para los que quieren liberar de su condenación a los condenados, iluminar en sus tinieblas a los envilecidos, salvar de la pendiente de la muerte a los que viven enceguecidos y enfermos”, explica.

En su corazón, late el Monteagudo natal y el norte sufriente. Tiene siempre presente “el campo que exaltaba mi fantasía, los quebrachales y los montes impenetrables y erizados que ocultaban una amenaza para la vida”. De los silencios nacen “El curandero”, “Un entierro en mi pueblo”, “Los promesantes de la Virgen”, “Jesús atado a la columna”, “El patay”, “La verdulera”, “Sandía y melones”...

Sus obras navegan por el exterior y el interior, menos por Tucumán, donde sigue siendo un desconocido, pese a que en 1988, una plaza ha sido bautizada con su nombre. Curiosamente está ubicada frente al Cementerio del Oeste, donde reinan las ánimas. “Los personajes de mis cuadros existen, pero más dolientes y lacerados que antes. Parecen señalados por la mano de la desgracia para que yo pinte sus angustias y vierta su dolor en las pinceladas. Con la desesperación que ellos resumían en mi corazón, abandoné el pueblo”.

Nadie es profeta

Fino, tranquilo, mirada melancólica, una religiosidad criolla se posa en el silencio de su mirada. “Yo no pinto, documento. Nadie es profeta en su tierra…” se sincera con amargura. Olivos, 23 de agosto de 1961. Por el vientre del monte deambulan duendes, pájaros, diablos, santos milagreros... La mulánima es un dolor en el viento. La música de la salamanca se descuelga de las ramas estremeciendo el miedo. Los ojos niños beben voces que empujan el asombro hacia el abismo de los sueños. Tal vez su espíritu anda todavía suelto por las noches de Monteagudo buscando rostros, anudando supercherías para pintarlos en el cosmos. Ese miércoles del adiós los murmullos del monte perturban los sueños de Alfredo Gramajo Gutiérrez y sus pinceladas estremecen a la muerte.

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