La “barrita” de amigos de Álvaro Pérez Acosta se volvió a juntar para hacerle un regalo muy especial

La “barrita” de amigos de Álvaro Pérez Acosta se volvió a juntar para hacerle un regalo muy especial

Emocionados por una nota que apareció en LA GACETA los ex compañeros adaptaron la casa de Alvaro para que se sienta más cómodo.

AMIGOS PARA SIEMPRE. Álvaro Pérez Acosta junto a un grupo de sus ex compañeros del Sagrado Corazón. AMIGOS PARA SIEMPRE. Álvaro Pérez Acosta junto a un grupo de sus ex compañeros del Sagrado Corazón.

Cuando los amigos de Alvaro Pérez Acosta se enteraron de que más que los golpes que había recibido a él le dolía la soledad, se pusieron muy tristes. Recordaron las veces que habían jugado a la pelota en el viejo patio de tierra del fondo de la casa paterna, en la España al 100. Ese paisaje congelado en el tiempo era el que Alvarito miraba desde su silla de ruedas, donde lo habían dejado después de una feroz paliza, a la salida de un boliche, en 1996.

Aquellos egresados de los 90 del colegio Sagrado Corazón estaban dispersos, pero seguían unidos en los sentimientos y en el recuerdo. Por eso al leer la nota de LA GACETA del 28 de noviembre de 2014 (Ver: Álvaro Pérez Acosta: “A mí me defendió Dios, si no sería un fiambre”) en la que Cecilia, la hermana mayor, decía que la casa se había convertido en “una cárcel” para su hermano, porque no podía circular con su silla de ruedas y carecía de un baño adaptado, la “barrita” volvió a constituirse.

“A raíz de un artículo de LA GACETA que nos movilizó a todos, nos pusimos a ver de qué manera podíamos colaborar con Alvarito. Fuimos a visitarlo y Cecilia ya tenía algunas ideas, de modo que nosotros nos acoplamos y tratamos de darles forma”, explica Sebastián Deza, arquitecto que se puso al frente de la obra. En tres años, los ex compañeros, que eran entre 60 y 70, aunque siempre hay un grupo más comprometido, construyeron: una habitación amplia y luminosa para Álvaro, adonde él ya se mudó; otro cuarto chico para el acompañante (es donde duerme la tía Selva); un baño grande y adaptado para la silla de ruedas y un patio interior.

El sábado al mediodía un grupo de ex compañeros se reunieron para la inauguración. Sanguchitos, vino, torta y guitarreada, mediante. Alvarito los esperaba con su inseparable pizarrita de fórmica blanca donde escribe con felpón negro las palabras que no le pasan por la garganta. Las otras, no hace falta escribirlas, le brotan solas, expresadas en lágrimas.

“No llorés, Alvarito...” le suplica Cecilia. Pero él no puede. Es tanto agradecimiento el que siente en el alma que la pizzarrita no le alcanza. Allí están en este mediodía soleado Ernesto Negro, su amigo desde los cinco años porque eran vecinos; Guillermo Frontini, que como ingeniero se encargó de la obra civil; Matías Castro, que donó los sanitarios, y así cada uno puso su grano de arena: Augusto Paz, Adrián Herrmann, Carlos Rivas, Esteban Anadón, Javier Terán, Luis Zermoglio, Sebastián Casanova, Félix Romero y muchos otros más que no pudieron ir ese día. Todos tienen 45 o 46 años como Álvaro. Algunos fueron con sus esposas (Jo Alascio y María José Puig) y sus hijos (Nacho y Tony Frontini y Benja Romero).

“Quiero que pongas en la nota de LA GACETA”, escribe Álvaro en la pizarrita: “Gracias por tanto amor que me dieron todos ustedes. Yo no lo merecía”.

“Cuando me pegaron yo no me defendí, pero ahora voy a hacerlo con mis libros”, cuenta siempre escribiendo palabra por palabra, dificultosamente, con su mano derecha. Jesús Pérez, su acompañante terapéutico, lo asiste todo el tiempo. Le borra con un papel de servilleta cada palabra que plasma casi sin mover la mano para volver a escribir otra. Así se van formando las frases. “Escribí estos libros sobre mi vida, pero no en forma dramática, sino graciosa. Para que me recuerden como yo soy, porque tengo buen humor. Por eso mi libro se va a llamar ‘A no bajar los brazos. Vamos por más”, escribe.

Cecilia anticipa que el libro ya está listo y que solamente falta su publicación.

“Álvaro y yo éramos del mismo grupo de adolescentes. Nos divertíamos juntos. Bien terminamos la secundaria, a los 18 años, abrimos una academia de manejo. El muy pícaro me mandaba la gente grande para mí y él se quedaba con las chicas más jóvenes”, evoca con una carcajada su amigo Negro. Pero se pone serio al recordar que esa misma noche del 27 de julio, él estaba con Álvaro y su novia de entonces, Flavia. “Andá vos, nosotros nos quedamos un rato más”, le dijo. Y pasó lo que pasó. Afuera los hermanos Jensen lo estaban esperando.

“Yo tengo dos sueños”, vuelve a escribir en su pizarrita. “Caminar para ir a tomar un café con mis amigos. Y después otro con los Jensen. Les preguntaría por qué arruinaron así sus vidas y las de sus padres”, dice Álvaro, rodeado de sus amigos bajo el sol tibio del mediodía.

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