Un alto en los caminos

Un alto en los caminos

En las postas detenían las mensajerías.

No se ignora que, en las épocas previas al ferrocarril, se alzaban en los caminos desérticos, cada tantos kilómetros, unas humildes casas con corral anexo, donde las “mensajerías” o diligencias detenían su marcha. Allí se cambiaban los caballos agotados por otros frescos, mientras los pasajeros comían y descansaban, hasta la reanudación del viaje.

Paul Groussac, quien llegó a Tucumán en uno de esos coches, describe una habitación de posta, tal como la vio en su viaje de 1871 desde Córdoba. Estaba amueblada con “unas pesadas sillas de chañar y asiento de suela, una mesa de hamaca con patas torneadas y seculares”, más un par de catres de tiento. En el estante de una alacena abierta, se apreciaba “un tarro con arrope de tuna, un servicio de pintorreada loza y algunos cubiertos de hierro”.

Las paredes, antes blanqueadas, se veían ahora “abigarradas por multitud de cicatrices, marcas, firmas y jeroglíficos que habían grabado pacientemente en ella, los viajeros aburridos y pretensiosos de la mensajería, durante todas las semanas de muchos años”, narra.

“Eran aquellas paredes un museo elocuente de la humana debilidad. Algunos habían escrito a lápiz su nombre con la fecha memorable de su tránsito; otros grabaron con la punta de un cuchillo un grito de tristeza o de pasión; había vituperios enfáticos de algún desterrado contra los ‘tiranos’ de la provincia o de la nación. Y como nueva demostración de la igualdad de los hombres ante la soledad o la naturaleza, entre las firmas de pasajeros de una noche, había algunas ilustres que hacían pensar en los extraños vaivenes de la fortuna…”

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