Jorge Rodríguez: ¿qué pasa por la cabeza de una máquina humana?

Jorge Rodríguez: ¿qué pasa por la cabeza de una máquina humana?

Es capaz de correr cinco maratones, una tras otra, durante cinco días seguidos. Es capaz de pedalear -esos mismos días- casi 1.000 kilómetros. Y es capaz de nadar -de yapa- 76 piletas olímpicas. Pero, ¿cómo hace? ¿Cómo hace un cuerpo para obedecer a su mente hasta lograr lo imposible? La historia del runner y cirujano que además de inscribirse en un ironman bestial, pudo, en medio de esa carrera, coser la boca de otro competidor que se había despedazado la encía. ¿Cómo se aquieta el pulso acelerado y se sutura vestido de calza, remera y zapatos de ciclista? Un relato de lo increíble

ENTRENANDO. Jorge Rodríguez pedalea por la ruta, en Concepción, la ciudad donde vive. Esa es casi su rutina. la gaceta / fotos de osvaldo ripoll ENTRENANDO. Jorge Rodríguez pedalea por la ruta, en Concepción, la ciudad donde vive. Esa es casi su rutina. la gaceta / fotos de osvaldo ripoll

Diciembre de 2018

Concepción, Tucumán

Cinco maratones en cinco días seguidos. ¿En qué momento alguien a quien le gusta correr se convierte en una máquina humana? Jorge Rodríguez se quita el barbijo y lo explica: “cuando uno corre, aprende que los límites no existen. Cada vez que se alcanza una meta, esa meta se corre otra vez”.

Es temprano y ha llegado a su consultorio, en un hospital de Concepción. Antes, a las seis del alba, pedaleó en una ruta de esa ciudad tucumana: el año que viene, correrá en México una carrera que consiste en 20 ironman sin intermisión, uno tras otro. Se oye bestial. Lo es.

El ironman o triatlón exige que los participantes completen tres distancias: 3,86 kilómetros de natación; 180 kilómetros de ciclismo y 42,2 kilómetros de trote. Para el común de las personas, la palabra triatlón -por sí sola- implica una hazaña. Entonces, ¿cómo hace quien corre cinco, 10 o 20 continuados? ¿Cómo funciona la cabeza de un hombre que durante días no se detiene? ¿Cómo lo logra? “La verdad... es una locura”, contesta Jorge, muerto de risa.

Meses atrás, corrió en Alemania un mundial de ultradistancia: nadó 11 kilómetros; pedaleó 540 kilómetros y trotó tres maratones. Lo hizo en 56 horas (casi dos días y medio). En 2017, corrió la misma competencia mexicana para la que se entrena ahora. Ese año, se inscribieron 16 personas de todo el mundo y acabaron seis; él estaba entre esos finalistas. Y eso que fueron 10 ironman sucesivos, a diferencia de los 20 que habrá en 2019. En 2016 también corrió en ese poblado llamado León de Guanajuato. En esa ocasión, había que completar cinco ironman. Eso significa que había que correr cinco maratones, una tras otra durante cinco días seguidos. Que había que pedalear -esos mismos días- casi 1.000 kilómetros. Y que había que nadar 76 piletas olímpicas. También en esa edición pudo terminar. Cosa que, en este tipo de carreras, es un triunfo, amén del puesto. Claro que hacerlo le llevó más de la cuenta. Por más entrenado que uno esté, nunca sabe lo que puede pasarle. Como en la vida misma: nadie sabe lo que viene un instante después. ¿Cómo supondría Rodríguez que iba a acabar de pie ante una camilla, cosiendo la boca de un rival?

Octubre de 2016

León de Guanajuato, México

Jorge Rodríguez sale del agua al mismo tiempo que el noruego Henning Olsrud. Han estado sumergidos una hora y doce minutos, que es el tiempo que les ha llevado nadar los 3.800 metros. Es el quinto y último día de la competencia. Las primeras veces ambos fueron más veloces. Pero al cabo de 14 o 15 horas diarias de carrera, los cuerpos vacilan; imploran; sucumben. El extranjero no habla castellano. “You are much better than him” (“tú eres mejor que él”), le dice Jorge, que ha vivido en Los Ángeles y domina el inglés. El noruego le cae bien. Apenas han cruzado palabra, pero lo alienta a alcanzar al competidor que lleva la delantera. Se sacan los trajes de neopreno y se suben a sus bicicletas. El noruego pedalea rápido. Pronto, Jorge lo pierde de vista. No será por mucho tiempo. Y cuando vuelvan a encontrarse, ninguno estará de pie.

El circuito queda dentro de un parque: hay un carril para autos; otro para peatones y un tercero para bicicletas, por el que circulan los competidores. La noche de la víspera ha llovido. Jorge se esfuerza por acelerar. Lo sobrepasaba un vehículo. Levanta un charco. Y ya no hay tiempo de nada. Ni de frenar ni de esquivar ni de cubrirse con las manos. En milésimas de segundos, Jorge toma conciencia de lo que le está sucediendo: él y la bicicleta caen al pavimento y se deslizan juntos. Cuando el derrotero finaliza, abre los ojos. Y se queda ahí, tirado. Le duele el pecho, le duelen las piernas, le duele el hombro. Unos guardaparques han visto la caída y lo auxilian. Al rato, viaja dentro de una ambulancia. Pero antes de ir al hospital, el vehículo se detiene a buscar a otro competidor, que cayó -le cuentan- en una bajada peligrosa: es el noruego. Cuando lo suben, Rodríguez se asombra al ver la venda que le cubre la cara: ¿para qué le habrán puesto tanta gasa?, se pregunta.

El hospital mexicano es pequeño. Ambos son atendidos en una sala de urgencias. A Rodríguez le hacen unas radiografías y le dan el alta.

Antes de irse, se dirige hacia la camilla en la que el noruego sigue recostado, para despedirlo. Aún está a tiempo de retomar la carrera. Y entonces comprende las razones de esa vendaje: le cuelga un triángulo de mentón; se le ha desprendido la encía inferior, como si se hubiera cortado con un bisturí al ras de los dientes; le faltan piezas dentales y se ha partido el labio superior. Hay un cirujano plástico y un cirujano general. Ninguno se anima a tocarlo, siquiera. Entonces Jorge Rodríguez -cirujano maxilofacial; profesor de educación física; concepcionense; 47 años; 70 kilos de peso antes de empezar una carrera; 1,70 metros de altura y piel trigueña- se lava las manos y pide anestesia e hilo para suturar. Y así, vestido con ropa y calzado de ciclista, opera al noruego. Un punto. Dos puntos. Tres puntos. Cuatro puntos. Cinco puntos. Decenas de puntos.

MÉXICO. Rodríguez, con ropa deportiva, sutura a su competidor. MÉXICO. Rodríguez, con ropa deportiva, sutura a su competidor.

Pi... pi... pi... pi... pi...

Conozco cada árbol. Cada piedra. Cada línea. Los conozco de memoria. Sé después de qué curva viene el árbol, viene la piedra, viene la línea. Es duro. Es mucha cabeza. Uno va contando las vueltas, pero no se termina más. Esta no es una maratón como todas, sino peor. Tenés que correr 42 kilómetros, pero en un circuito de tres kilómetros. ¿Sabés cuántas veces pasás por el mismo lugar? ¿Sabés cuántas veces te suena el chip de control? Catorce. Catorce veces. Pi... pi... pi... pi... pi... Para peor, además de dominar la cabeza, hay que dominar el dolor. Hay que reprimir el dolor. Porque llega un momento en que duele todo. Cuando siento dolor, pienso en mi mamá. Ella tenía artritis reumatoidea, trombosis y se hacía diálisis. Sufrió mucho, hasta que murió. Pienso en ella, y el dolor es nada. Para mí, esto es nada. A veces me pregunto qué hago acá... para qué me machuco tanto... cuál es el sentido. La respuesta la obtengo cada vez que cruzo una línea de llegada. Es una satisfacción inexplicable. Entonces, me repito que nunca voy a abandonar.

Diciembre de 2018

Concepción, Tucumán

No somos marionetas en manos del azar, sino dueños de nuestro destino. Aunque cueste creerlo, recogemos lo que sembramos. Y cada persona que llega a nuestras vidas, deja algo y se lleva algo. Jorge Rodríguez lo piensa así. Él no cree en las casualidades. Que junto al noruego haya estado, él, cirujano maxilofacial, no fue una casualidad, dice. “Yo estaba ahí porque yo podía cerrar esa herida. Había hecho cosas parecidas antes. En ese momento estaba tranquilo. Me acordé de mis días de residente en el hospital Padilla, cuando pasaba noches enteras sin dormir, y tuve la seguridad de que podía hacerlo”, dice.

Sólo resta escribir, antes de que concluya esta nota, que cuando la cirugía terminó, los subieron a ambos a una camioneta y los llevaron al lugar de la carrera. A Rodríguez le faltaba correr 42 kilómetros y no se le había ocurrido abandonar. ¿Cómo iba a pensarlo si el noruego, que apenas podía mover la boca, le imploraba, le rogaba, le suplicaba que lo dejara volver al ruedo? El médico asintió, pero con la condición de que el paciente caminara (tampoco iba a poder hacer mucho más). Bajaron del vehículo y ante la mirada atónita del público, ambos entraron al circuito. Siete horas después, de madrugada, terminaron juntos la maratón del quinto día. Cruzaron la línea abrazados y con lágrimas.

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