Se derrumbó el patrimonio

Junto al Parravicini, lo que terminó de derrumbarse el miércoles fue el patrimonio de Tucumán. Estaba atado con alambres, a veces tironeado por los intereses comerciales -la saga de la Casa Sucar es el caso testigo-, pero por lo general ignorado, protegido sólo en los papeles y declamado cuando, por lo general, es demasiado tarde. El epílogo fue devastador, porque si bien la historia se repite, la primera vez siempre es con forma de tragedia.

La historia del Parravicini es una metáfora incómoda del Tucumán que nos toca vivir desde hace décadas. El elegante teatro de línea francesa terminó convertido en cine porno y tiempo después los roedores que vivían en las entrañas del edificio pasaron a formar parte del menú que ofrecía el “restaurante chino”. Todo mientras los inmigrantes ilegales vivían (?) hacinados en el altillo. Después fue bowling. Después, bar y salón de fiestas.

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¿Qué clase de “protección” se brindaba a ese patrimonio arquitectónico? Los solares históricos, emblemáticos y artísticamente valiosos figuran en una lista al sólo efecto de que no los ataque la piqueta. Hasta que, en algunos casos, se derrumban. No hay instancias intermedias, que son imprescindibles: pensar qué se puede hacer con esas construcciones, fijarles un destino. Eso implica mirar las cosas desde otro lugar, tomar distancia.

El Parravicini nació como Grand Splendid. Así se llamaba también el teatro ubicado en avenida Santa Fe, casi llegando a Callao, reconvertido en una de las librerías más bellas del mundo, orgullo de Buenos Aires y meca del peregrinaje turístico. ¿La clave? Mantuvieron las líneas y la estructura originales. Se dirá que el mérito es de los inversores privados. Correcto, pero no acondicionaron el Grand Splendid para instalar un outlet. Es un ejemplo de patrimonio brillando a pleno. Qué triste coincidencia es que ambos teatros hayan compartido el nombre.

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Seguramente es el momento de que quienes trabajan y se preocupan por el patrimonio tucumano paren la pelota. Hay mucho que replantearse. ¿Sirve lo que están haciendo? ¿La legislación es la adecuada? ¿Y los criterios para la toma de decisiones? Seamos honestos. Vivimos en una ciudad sin identidad, deshilachada, con joyas que nadan en el barro. Nunca seremos Salta, pero eso no quiere decir que no pueda planificarse un nuevo perfil urbano. En ese contexto, integrado, con un sentido estético y a la vez funcional a la vida en comunidad, pueden encastrarse los edificios con valor patrimonial. De lo contrario, ¿de qué sirve amontonar fachadas en medio del caos? Es en lo que deberían estar pensando el Estado -provincia y municipalidades-, las universidades, los colegios profesionales, los especialistas y cada ciudadano interesado en hacer de Tucumán un lugar diferente. Que todos se junten y tiren para el mismo lado no es sencillo. A fin de cuentas, hablamos de una sociedad que demolió la Casa Histórica. Sí, fue en el siglo XIX, pero ese registro histórico está inscripto en nuestro ADN. No, nada es fácil en estas playas.

Pongamos otro ejemplo. Las ruinas de lo que fue la primera confitería, camino a San Javier, no pueden tocarse. Es una construcción con valor patrimonial. Está claro que nadie con poder decisión visitó la zona en los últimos años. No es necesario ser un profundo conocedor del tema para darse cuenta de que hay poco o nada para recuperar. Es simple sentido común. El lugar está abierto, cualquiera deambula por ahí. Es cuestión de tiempo para que una pared se le caiga encima a algún desprevenido. ¿De quién será la responsabilidad? Entonces, ¿ni siquiera en esos casos puede revisarse la lista de lo que no puede intervenirse?

Es una pena que haya que lamentar una tragedia para modificar los puntos de vista. Al menos, lo que provoca el dolor es la obligación de hablar en serio. Por un lado, dejar de actuar para la tribuna, como se hizo con la peatonalización de Mendoza al 800, proyecto que duró lo que un suspiro. Hubiera sido interesante ver cómo se las arreglaban para hacer la obra en una cuadra desperfilada, sin retranqueo. Casi un callejón dada la amplitud de Mendoza al 700 y al 900. Pero además de hablar en serio, condición innegociable a esta altura, vale el debate definitivo acerca de la ciudad que queremos para los próximos 50 años. Con posturas realistas, sin fundamentalismos ni mezquindades. Así, como estamos, no podemos seguir porque no funciona el sistema. La conservación del patrimonio es una de las aristas de este combo y, vale repetirlo, merece un replanteo. Siempre partiendo de la base de que la vida -una vida, cualquier vida- es más valiosa que un edificio.

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