Truman Capote y sus grandes perfiles

Truman Capote y sus grandes perfiles

Genial creación de un método de exploración del individuo

ESTOCADA. Los perfiles de Capote no buscan la vida total, sino la captación de instantes que funcionan como cuchillos. archivo ESTOCADA. Los perfiles de Capote no buscan la vida total, sino la captación de instantes que funcionan como cuchillos. archivo
20 Mayo 2018

COMPILACIÓN

RETRATOS

J. R. WILCOCK

TRUMAN CAPOTE (Lumen - Buenos Aires) 

Hace años que el perfil se ha convertido en un arte. Desde Gay Talese hasta Emmanuel Carrère, el artículo que esboza la vida de una persona ha pasado a ser una especie de subgénero que encanta tanto a los ávidos lectores de superficialidades como a los amantes de la escritura exquisita. Si revisamos el autorretrato de Talese Paseando a mi cigarro o el ya clásico Frank Sinatra está resfriado, vemos que esta antigua forma moderna ha alcanzado el estatus problemático de pieza literaria. No solo Talese fue un maestro sino también Capote, Walsh y Tomás Eloy Martínez.

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Ahora bien, ¿de qué forma pensamos las características del subgénero? Lo primero que hay que decir es que no es una biografía ni una crónica de costumbres. El perfil abreva en los documentos pero no se agota en ellos. Uno de los rasgos típicos es la línea suave de un incipiente dibujo. El perfil no busca el acabado retrato al óleo sino el esbozo rápido y profundo. No plasma la totalidad de la vida, sino que hurga en los detalles que muestran un aspecto insospechado de la persona, pública o anónima. Los perfiles logrados son siluetas que hurgan en lo nimio y perseveran en lo profundo. Una vida es más el lánguido rincón recuperado que el largo friso solemne que expresan esas biografías insoportables en las que todos parecen Pericles o un héroe de la revolución.

Los retratos de Talese, Arlt o Guillermo Cabrera Infante iluminan las oscuridades íntimas y esconden el brazo o la mano en el juego de naipes de las sinuosidades públicas. Así, el “subgénero” mixto (superficial y profundo) entrelaza el chisme plural y la pincelada que destapa los entretelones de un determinado período vital.

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Capote escribió A sangre fría, la novela inaugural de la de no ficción (aunque a Rodolfo Walsh se le ocurrió antes): está narrada en tercera persona. No deja de ser curioso que el libro que significó una innovación haya usado un narrador omnisciente, como en las novelas decimonónicas. En cambio, los perfiles de Retratos (2018) se corren de esta marca clave y trabajan los textos desde el yo. El perfil es, en este libro, un texto breve, contundente y expresivo que muestra aspectos de un yo desde un yo. Como si fuera una pintura fugaz que cubre algunos lados de un poliedro infinito -la vida-, el perfil muestra las caras necesarias e insospechadas de un individuo.

Los textos abundan en detalles jocosos y melancólicos y transmiten el “aquí y ahora”. Los perfiles de Capote no buscan la vida total, sino la captación de unos instantes que funcionan como un cuchillo, una estocada que toca la existencia.

Dos tipos

Dos tipos de textos pueblan Retratos: unos largos y otros cortos. Ambos están atravesados por el modo de encarar la narración y por la meta final a la que llegan.

Los textos más largos están narrados desde una primera persona presencial, autoral, podríamos decir. Los cortos, en cambio, ven a los sujetos desde la distancia, sin que esa primera persona incida o haya sido testigo de los sucesos narrados. Los breves son tímidas y certeras pinceladas sobre Picasso, Duchamp y Mae West. Lo más logrado en ellos es la capacidad de Capote para dejarnos una sombra de ese “personaje”. El texto funciona como una metonimia vital.

En los textos extensos, se explaya en apreciaciones personales y en observaciones críticas sobre la obra y el trabajo de los personajes. Allí, escribe sus Vidas para leerlas, siguiendo el magistral título de Cabrera y la parodia de Plutarco.

Tiempo y boceto

Como equilibrista del perfil, Capote hace cortes en la línea temporal. No cuenta toda la línea (ni cree que sea necesario): reduce el tiempo a cápsulas o episodios. Lo captura siguiendo la lógica del cifrado de acuerdo a sus recuerdos personales. Es decir, acentúa la temporalidad desde su mirada de sujeto: observador y escritor.

El perfil moderno, podríamos decir, no está atrapado en la cárcel del documento sino que sigue los datos y la información para conformar un puzzle con de los instantes de la vida. Tarkovski conjeturó que el cine esculpe el tiempo. Un perfil logrado condensa el tiempo en la escritura. Ese golpe de dados capta, a la vez, el episodio y la silueta. O, mejor, la silueta está hecha de tiempo.

En cápsulas mínimas y transparentes, Truman Capote ha hecho de los retratos un método de exploración del individuo y una forma de indagar en la sociedad.

© LA GACETA

Fabián Soberón


El duque en sus dominios

*Un retrato de Marlon Brando 

Por Truman Capote

Elia Kazan, el director de Un tranvía llamado deseo, dijo entonces algo que repitió recientemente: “Marlon es el mejor actor del mundo”. Pero hace diez años, aquella tarde que recuerdo ahora, todavía era relativamente desconocido. Por lo menos, yo no tenía idea de quién podía ser cuando, al llegar demasiado temprano para el ensayo de Un tranvía…, encontré que el teatro estaba desierto y en el escenario había un joven robusto tirado encima de una mesa bajo el débil resplandor de las luces de trabajo, completamente dormido. Debido a que llevaba una camiseta y jeans y a su físico de culturista (los brazos de levantador de pesas, el torso de atleta), y a pesar de que sobre su pecho descansaba un tomo abierto de las obras esenciales de Sigmund Freud, lo tomé por un tramoyista. Hasta que miré bien la cara. Era igual que si al robusto cuerpo le hubieran agregado la cabeza de un extraño, como sucede en ciertas fotografías arregladas. Porque aquella cara no era dura, y superponía un refinamiento y una amabilidad casi angélicos a una apostura basada en fuertes mandíbulas: la piel tirante, una frente alta y amplia, los ojos bien separados, una nariz aguileña, los labios llenos, con una expresión sensual y relajada. Ni la menor sugerencia del tan poco poético Kowalski de Williams. Por eso fue una verdadera experiencia ver, más tarde, con qué facilidad de camaleón Brando adquiría el aspecto cruel y llamativo del personaje, con qué perfección, como una astuta salamandra, se metía en el papel y su propia personalidad se evaporaba, de igual manera que, en la habitación del hotel de Kioto nueve años después, mi recuerdo del Brando de 1947 desaparecía siendo reemplazado por su ser real de 1956.

* Fragmento de Retratos.

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