Los riesgos de parchar sin pensar

Las contradicciones dominan la política de seguridad carcelaria: mientras las cárceles y las comisarías se encuentran desbordadas de detenidos, se vota una polémica ley para detener con más facilidades más gente Mientras las normas prevén que se contemple el principio de libertad de los acusados durante el proceso, en realidad se procura que estén detenidos el mayor tiempo posible. Es la idea, muy impactante para una sociedad sumida en el miedo generado por la inseguridad, de que los malos sean sacados de la escena. Por eso, mientras ahora arde el escándalo por el colapso de los arrestos en las comisarías (hay unos 1.000 detenidos en las seccionales de policía, cifra nunca vista), el propulsor de la ley de detención in fraganti de motochorros, el ministro Fiscal Edmundo Jiménez, dice que es un problema que debe resolver el Poder Ejecutivo: “hay que partir de que el delincuente tiene que estar detenido. ¿Dónde? Eso es tarea del Ejecutivo. Tiene que tener ideas creativas ahí”.

Problema añejo

La crisis, sin embargo, no está solamente en manos del Ejecutivo. Una cuota de responsabilidad les cabe a los tres poderes en función de problemas que se vienen arrastrando desde hace años. En lo que hace al hacinamiento de presos, un punto de partida es la tragedia de 2015 en el calabozo de la Brigada Norte, en Yerba Buena, donde en el incendio producido tras un motín fallecieron dos detenidos y por ello surgió una investigación de los fiscales Adriana Giannoni y Diego López Ávila, con un hábeas corpus de la Corte que emplazaba al Gobierno a sacar a los reos de las comisarías. En ese momento había poco más de 700 presos en las seccionales (siempre mezclados los detenidos con proceso junto a los aprehendidos por contravenciones) y en los dos años que pasaron se dispuso que una oficina de Derechos Humanos de la Corte Suprema se ocupara de seguir el cumplimiento del hábeas corpus. En los dos años hubo varios incidentes y escándalos, desde la muerte de un preso por neumonía en un calabozo en Aguilares y la falta de baños en la comisaría de Alberdi hasta el amontonamiento insostenible en el calabozo de la comisaría 11a, que terminó siendo clausurada en febrero. De allí se reiteró una acordada de la Corte que establecía un número máximo de presos según los metros cuadrados de los lugares de detención y se comenzó a aplicar con más rigor en la Capital, dado que el escándalo había estallado en San Miguel de Tucumán. Hasta entonces eran constantes negociaciones entre la cantidad de detenidos que permitían los jefes de comisarías y los que establecía la reglamentación judicial. Los presos que no entraban comenzaron a ser mandados a otras partes. “Hace un mes empezaron a llegar detenidos de la capital al Centro Judicial Concepción”, dice el fiscal Edgardo Sánchez. Por ello ayer en ese centro, que abarca Alberdi, Aguilares, La Madrid y Concepción, había 91 detenidos en cuatro comisarías, que tienen capacidad para 60 personas alojadas.

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“Caro, malo, perverso”

No se le encuentra la salida a un sistema que venía haciendo agua tanto en la disposición de la gente como en el problema edilicio. Por eso ahora hasta hay presos con sarna. La cárcel está colapsada y semidestruida. El Gobierno provincial se pasó un año y medio reclamando plata de la Nación porque el presupuesto de Seguridad es casi todo para pago de sueldos y casi nada para obras. En el reciente informe del Ministerio se dice que hay que hacer una cisterna y un tanque de agua nuevos, que tienen 85 años y están vetustos. Que hay que arreglar los baños y partes del edificio que han cedido. Se hizo un bloque para 200 presos. Se está construyendo módulos para alojar a 90 detenidos, dentro de seis meses. Se espera que la Nación se comprometa a erigir un centro provisorio de alojamiento para 500 detenidos federales en el ex Arsenal. No en vano la delegada del Observatorio Internacional de Prisiones, Graciela Dubrez, dijo que el sistema carcelario argentino es “caro, malo y perverso” y que el de Tucumán está entre los peores del país.

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De las comisarías y las brigadas, fuente permanente de escándalos, se habla sólo cuando estallan los conflictos. El ministro de Seguridad Claudio Maley dijo en el informe ante la comisión de Emergencia en Seguridad de la Legislatura que la situación es “sumamente grave” y que los arrestos (calabozos) “están colapsados”.

La cuestión va de mal en peor. Las detenciones van en aumento: con la nueva ley contra motochorros, los fiscales están llevando tras las rejas a 55 personas cada 10 días, con lo que para diciembre habrá 1.000 presos más, es decir que casi se duplicará la cantidad de la cárcel de Villa Urquiza. Como no hay lugar en la Capital -la fiscala Adriana Giannoni reclamó en febrero que la penitenciaría no estaba recibiendo presos desde noviembre- comenzaron a llevar a los recién detenidos al interior, incluso -dicen- hasta Amaicha. Y comenzaron conflictos inesperados, además del hacinamiento que las autoridades se habían comprometido a evitar en la reunión intersectorial de hace un mes. Nueve de los sublevados en el motín de la comisaría de Monteros, que quemaron colchones, eran gente de la Capital. No sólo era problema de hacinamiento, sino de alimentación. De las comidas de los detenidos en la cárcel y en las comisarías se ocupa el área de Cocina de Institutos Penales. Preparan 610 raciones diarias para los detenidos en comisarías. Pero hay 1.000 personas en esas dependencias policiales. ¿Quién les lleva alimentos a esos que no reciben raciones, que son los aquellos a los que no se le dictó aún la prisión preventiva? Los familiares. Pero si el detenido está en Monteros o Amaicha y la familia es de la capital, no hay modo de que se alimente. Ahí estuvo el germen del motín en Monteros.

No se sabe cómo controlar

Nadie se preocupa de la gente encarcelada, aunque se revele que el sistema es infernal, como ocurrió con el escándalo de la muerte del preso que había denunciado que los guardiacárceles los obligaban a comercializar droga. El fiscal Sánchez dice que más que detener gente el problema es que no se prevén medidas de control en los casos en que se buscan alternativas a la detención. Por eso han fallado, por ejemplo, las medidas restrictivas a los incursos en violencia de género, que después son denunciados por violar la prohibición de acercamiento. El sistema no está preparado para controlar lo que establece la ley. Y hay además una responsabilidad de la Justicia en cuanto a esa falta de respuestas.

Sánchez dice que la otra propuesta de la ley contra motochorros, la de que se hagan audiencias rápidas en casos de flagrancia, podría ser muy positiva y sacaría rápidamente de circulación a autores de delitos menores pero que tienen alto impacto social, como el robo de los motochorros. “Yo tengo cuatro elevaciones a juicio contra un tal Ñoño Gramajo, más otras dos del fiscal Jorge Echayde, más otra causa que llevo contra él, todas desde 2015 y no tiene ninguna condena. Así no funciona el sistema”.

A toda velocidad

La salida no se avizora en una sociedad cuyos políticos asumen como respuesta única a la inseguridad el encarcelamiento, en lo posible para siempre, de los sospechosos. Encarcelar pero sin saber dónde poner a los detenidos ni qué hacer con ellos. Jiménez propuso la ley, los legisladores la votaron al unísono y el Ejecutivo la aplaudió y promulgó a toda velocidad sin decir que no sabía cómo aplicarla y que no había dispuesto plata en el presupuesto para ello.

La comisión legislativa de Emergencia en Seguridad, creada hace dos años, sólo reclama y pide informes al Ejecutivo. Sí hay 55 propuestas de ley o leyes que -dicen los legisladores- que al Ejecutivo no le interesan. Pero ni siquiera hay diagnósticos claros, porque el Ministerio de Seguridad envía informes de gestión, no de los problemas de la gestión. ¿Cómo va a hacer el mismo ministerio un diagnóstico de sus problemas? La comisión tampoco hace su propio diagnóstico ni ha creado un organismo independiente para hacerlo. ¿Qué pasa, entonces? El camarista federal Ricardo Sanjuán, que abandonó esta comisión, contesta, lapidario y desentendido: “ninguna propuesta sirve si no hay voluntad política”.

Jiménez se queda conforme con su ley y no se inquieta por las críticas a una ley nacida con complicaciones ni por la superpoblación carcelaria: dice que “los fiscales tienen que perseguir el delito y procurar que el delincuente esté preso”. Y añade: “faltan ideas”. Propone que se clasifique a los presos para que aquellos que están detenidos por contravenciones o los que están a punto de salir en libertad se los ubique en sitios con poca custodia.

Quizá sea, como dice el ministro fiscal, un problema del Ejecutivo. Pero el problema es de todos los poderes, que están legislando o implementando medidas que sólo generan escándalos y polémicas políticas, mientras la inseguridad no aminora ni una pizca. Son los riesgos de parchar sin pensar.

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