Alberdi en sus últimos años

Alberdi en sus últimos años

Algunos testigos dejarían testimonios escritos sobre su físico y su desencantada conversación.

JUAN BAUTISTA ALBERDI. Escultura en mármol de Romairone, en La Recoleta, donde estuvieron los restos del prócer hasta 1991. JUAN BAUTISTA ALBERDI. Escultura en mármol de Romairone, en La Recoleta, donde estuvieron los restos del prócer hasta 1991.

Sin duda, muchos conocieron personalmente al tucumano Juan Bautista Alberdi (1810-1884). Pero pocos de ellos dejaron asentadas sus impresiones por escrito. En 2010, con ocasión del bicentenario del nacimiento del prócer, el libro colectivo “Juan Bautista Alberdi”, del Colegio de Abogados de Tucumán, compiló los testimonios pertenecientes a los últimos seis años de su vida.

El primero de ellos data de 1878, cuando Arturo Reynal O’Connor lo visitó en París. En ese momento, Alberdi tenía 68 años. El visitante se lo imaginaba “quebrantado como esos ancianos guerreros de la Independencia”. Lo sorprendió, entonces, “hallarlo tan ágil”. Estaba “derecho como una regla, elegante como en la juventud, limpio y cuidadosamente vestido”. Tenía “cierta desenvoltura natural, ligera, rápida”. En sus ojos castaños “que debieron ser inmensos en la juventud, duerme una onda de luz, que según he oído, fue el encanto del bello sexo de su tiempo”.

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En París, 1879

Al año siguiente 1879, también en París, lo visitó Ernesto Quesada. Había empezado ya a declinar su físico. Cuenta Quesada que “iba llegando a la vejez y parecía a ratos que comenzara a faltarle el calor: se adivinaba una eminente ancianidad venerable. Su estatura mediana hacía resaltar más aún una hermosa y típica cabeza, de frente amplia, algo agobiada la fisonomía, y con aquellos inolvidables ojos melancólicos que de tarde en tarde llameaban con fulgor sombrío”. Se adivinaba “que aquella alma había abrigado pasiones iracundas”.

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Las polémicas que había sostenido con Sarmiento y con Mitre le habían dejado profunda huella. “Tengo la sensación de haber sido deliberada y fríamente asesinado en vida”, confió a Quesada.

“Mi espíritu está demasiado amargado, mis fuerzas han terminado… Ya he dejado de ser, soy una sombra que espera la muerte. El martirio que he sufrido pocos lo comprenderán… no conozco hombre alguno a quien sus contemporáneos hayan hecho víctima de igual ferocidad y calculada crueldad”.

Era cierto que había escrito mucho; pero, decía, “hay ciertos hombres para los cuales escribir es sólo un derivativo: ambicionan la acción y languidecen lejos de ella”.

Caminando

Días después, caminaron juntos por Champs Élysées, y hablaron de las “Bases”, su obra tan famosa. Alberdi comentó: “sí, esa es mi obra, lo que probablemente quedará de todos mis escritos y la que cimentará mi reputación cuando yo haya muerto. Pero fue originaria y propiamente un panfleto, escrito al correr de la pluma en Valparaíso en pocas semanas, al conocer la noticia de Caseros, y para que pudiera servir de norte en la reconstrucción que se preveía”. Agregaba que “la escribí a vuelapluma, sin tiempo para controlar mis referencias, utilizando fragmentos enteros de otros escritos míos, lo cual fue condensado para formar un todo orgánico y señalar en qué sentido debía dictarse la futura Constitución”.

Añadía que “la maldita segregación del Estado de Buenos Aires” fue lo que “motivó mi alejamiento del país, obligándome a aceptar la misión diplomática en Europa para defender allí la integridad nacional; porque si las naciones europeas reconocían al Estado separatista, todo el esfuerzo de la Confederación estaba perdido”.

Con Mansilla

También en 1879, el general Lucio V. Mansilla llegó a la vivienda parisina de Alberdi. Allí, cuenta, se había instalado “modestísimamente”. Era “una casa amueblada, más parecida a un hotel que a una casa de huéspedes”. El tucumano ocupaba “dos cuartos con balcón a la calle, una calle triste como él”. Mansilla estaba con su hija y Alberdi le dijo que la trajese, porque “así estaremos mejor, la mujer adorna la mesa”. Tenía mala salud. Apenas probó bocado y no tomó vino, sino agua de Vichy. “Estaba vestido de negro, severamente vestido. Aunque proporcionado el cuerpo, la cabeza parecía no corresponder al busto”.

Tenía “ojos negros, grandes, soñadores”, y había “algo de impertinente en la punta de su nariz”. La boca era “de labios dulces, blandos, algo carnales, un tanto apretados; abriéndose poco con cierta ironía amarga, dejaba entrever dos filas de dientes regulares”. Añadía Mansilla que “no hablaba francés sino con relativa facilidad y corrección, no obstante su estadía en París”. Atendió a la hija del general “con exquisita cortesía, como si fuera una señora hecha ya; y conmigo departía, sin que perdiera el hilo de su pensamiento. Su obsesión era Buenos Aires. Quería volver, temía… explicaba su conducta”.

En Buenos Aires

Como se sabe, Alberdi regresó, luego de 36 años de ausencia, a la Argentina. Su provincia natal de Tucumán lo había nombrado diputado al Congreso de la Nación. El 24 de mayo de 1880, disertó en la Facultad de Derecho de Buenos Aires. Describiría el momento el doctor Juan Agustín García. El tucumano estaba sentado junto al rector y “la noble distinción aristocrática de su persona produjo en todos nosotros un sentimiento de respeto muy profundo”. Era visible que estaba en el declive de la decadencia.

“Habló con voz lenta, en proceso de extinción. No era orador, le faltaba el gesto, el tono… pero traía ese prestigio mítico de las reliquias. De sus labios emanaba un eco apagado de la voz de las generaciones muertas: eran los hombres de 1837, los que decían cosas muy nobles y bellas por su intermedio. Era la primera vez que oíamos algo razonado sobre la patria. La voz del conferenciante quería afirmarse, y a pesar de todo, dio la impresión de una energía, de un sentimiento muy vigoroso”.

Un tucumano

Un joven tucumano, Zenón J. Santillán, había llegado ese año 1880 a Buenos Aires, al mando de una de las compañías de la Guardia Nacional que iban a sostener al presidente Nicolás Avellaneda contra la rebelión de Carlos Tejedor. Desde niño, Santillán había oído hablar de Alberdi, y quiso visitarlo en su alojamiento de “la Calle Larga de la Recoleta” (hoy avenida Quintana), en casa de su amigo José Cayetano Borbón.

“Conozco a usted”, le dijo, cuenta Santillán, “tendiéndome una mano pequeñita y blanca, sumamente cuidada y descarnada”. Le hizo insistentes preguntas sobre Tucumán, sus calles, sus casas, la familia y los amigos de su tiempo. Santillán escribe que “encontré en él a un noble anciano, desfallecido y llevando en su semblante las huellas de un organismo gastado. Sus ojos no tenían casi brillo. De estatura pequeña y muy delgado, sus maneras cultas y su modo suave lo hacían atrayente. Su aseo y la compostura de su persona, eran irreprochables. Su hermosa cabeza, cubierta por un gorro de terciopelo negro, dejaba ver a los lados mechones de cabellos blancos, con esa blancura venerable de los que saben llevarlos dignamente”.

No a la embajada

En el curso de la charla, le ofreció sus libros. Sobre la mesa estaba el manuscrito de “La República Argentina consolidada en 1880”, que pronto publicaría. Le dijo que quería ir a Tucumán, pero que el largo viaje por ferrocarril sería perjudicial para su salud.

Como es sabido, Alberdi regresó a Europa, otra vez desencantado de la Argentina, en 1881. Al año siguiente, el diplomático Alberto Blancas lo visitó en París. Cuenta que “llegué a su casa con toda aquella simpatía que él me inspiraba. Lo encontré solo, en un medio tan sencillo y, puedo decir tan modesto, que me impresionó”. Blancas le entregó su nombramiento de ministro en Chile. “Ha elegido usted una carrera brillante, pero no se haga muchas ilusiones de ella. No crea usted nunca en la justicia humana y menos en la consideración de los hombres. En una encontrará siempre el vacío; en la otra mentira, envidia o cálculo”, comentó.

Sobre la oferta de una embajada en Chile que le hacían, dijo que no la aceptaba. “Los que han vivido mi vida conservamos en el fondo de nuestra alma heridas que no se curan, desengaños profundos, que si se mitigan por ciertas manifestaciones posteriores, estas llegan muy tarde.” Decía que haber vivido lejos de la patria era “aún más triste y desalentador, porque a medida que los años han pasado sólo he visto aumentar el egoísmo, la envidia y el olvido para aquellos que al menos quisieron hacer algo… Las ilusiones también mueren”.

Un recuerdo

Alberdi murió el 19 de junio de 1884. Muchos años después, en 1933, el tucumano Manuel Villarrubia Norry conversó en París con el octogenario Eugenio Vigneau, vecino de Neuilly Sur Seine. Publicó su testimonio en “Documentos históricos del Dr. Juan Bautista Alberdi”, en 1938.

Cuando le habló de Alberdi, respondió Vigneau: “ahora sí, ya recuerdo: era un anciano distinguido, de maneras amables, de voz dulce, y recuerdo que vestía levita azul o negra, siendo su andar nervioso y llevando casi siempre sus manos por detrás de la cintura y su cabeza bastante inclinada, como si la abrumara el peso de la meditación”.

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