Coral de mil voces para el Cuchi Leguizamón

Coral de mil voces para el Cuchi Leguizamón

La memoria del olvido, de Roberto Espinosa, es un libro para recordar, a cien años de su nacimiento, al gran folclorista. En la obra editada por LA GACETA aparece la voz del compositor acompañada de testimonios de compañeros de ruta y grandes referentes de la música popular

29 Octubre 2017

Por Ricardo J. Kaliman - Para LA GACETA - Tucumán

En el poema Entierro de Baltasar Guzmán, de Manuel J. Castilla, el que habla es el caballo que lleva hacia su última morada al paisano con el que compartió toda su vida. El poema termina diciendo: “Yo recuerdo por él, que no se acuerda.”

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Tal parece ser el lema del proyecto que cobra carne en este libro de Roberto Espinosa, reformulación de otro libro que no pudo ser, que habría de recoger la voz de Gustavo Leguizamón, el Cuchi: compositor, letrista, arreglador, transformador y fabulador del folklore, en el sentido más infinito de la palabra.

Aquel libro se frustró porque en los últimos años de su vida, el inspirado artista y vociferante tertulio de la noche salteña cayó en una enfermedad que lo privó poco a poco de la memoria. Al cumplirse 100 años de su nacimiento, Espinosa convocó entonces a otras voces para que recordaran por quien, aun antes de morir, ya no se acordaba de sí mismo.

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El Cuchi Leguizamón. La memoria del olvido es, así, un coro. La primera voz, por cierto, es la del propio Cuchi Leguizamón, a través de las entrevistas de Espinosa, la base de aquel libro que no fue. Se desparraman, en el clima atropellado de la desgrabación, muy a tono con el de la conversación del propio Cuchi, las categóricas reflexiones de alguien a quien le atraía pensar y opinar sobre política, sociedad, costumbres, aunque quizá simplemente expresaba una visión al mismo tiempo desencantada y fascinada de la condición humana.

En un segundo plano, está el gesto del propio Espinosa. Más que una voz, un director algo laissez faire, que se esmera por dejar hablar a los demás.

Lo más dispersamente enriquecido, en la polifonía de este libro, es la voz de los demás. Porque cada uno, al hablar de los otros, habla también de sí mismo, explícita o implícitamente. Por eso, este libro puede leerse en lo que tienen en común, tomando al Cuchi como el foco en el que convergen las voces; o puede leerse, al mismo tiempo, disfrutando las diferencias.

La gran mayoría, por supuesto, son los que llegan al Cuchi por la música: intérpretes, compositores, musicólogos. Los hay quienes estuvieron más cerca del Cuchi y compartieron incluso trabajo y actuaciones con él y también los que hablan desde la técnica y la historia. Para muchos, lo que prima es el homenaje, el reconocimiento de la vivencia que, en lo estético, lo emocional, lo personal, suscitan esas contribuciones y revoluciones que son el legado de un gran artista. Pero hay mucho lugar también para la reflexión sobre la significación de ese legado: señalamientos sobre sus innovaciones armónicas y sus audacias melódicas y contrapuntísticas y, al mismo tiempo, la solidez de los ritmos folklóricos identitariamente consolidados, lo que permite, precisamente, aunar el reconocimiento de que toda esa “evolución” no se hizo a expensas de aquello a lo que se apela cuando se dice la palabra “esencia”, concepto siempre evanescente, pero que a algunos les resulta curiosamente claro.

La otra faceta que surge una y otra vez a lo largo del libro es la del Cuchi de las anécdotas, del humor, de la larga charla, llena de energía y risotada, en última instancia siempre bonachón y afectuoso, al borde quizá de la ofensa, pero sin pasar nunca ese límite.

Este libro nos hace recordar, una vez más, por qué lo recordamos al Cuchi Leguizamón. Pero al mismo tiempo, es un modo de recordar por él, y al recordarlo, inventarlo de nuevo como él nos ayudó a inventarnos a los que hoy en día nos seguimos apasionando por el folklore.

© LA GACETA

Ricardo J. Kaliman - Miembro de la Academia Nacional de Folclore, investigador del CONICET.


PERFIL

Gustavo Leguizamón nació en Salta el 29 de septiembre de 1917 y murió en su ciudad el 27 de septiembre de 2000, dos días antes de cumplir 83 años. Fue pianista, compositor, abogado, fiscal de Estado, legislador y profesor de Historia y Literatura. Ejerció durante 30 años su profesión, hasta que decidió abandonarla porque estaba harto de vivir de la discordia humana. En los años 40 anudó una amistad entrañable con el poeta Manuel J. Castilla, con el que conformó una de las duplas fundamentales del folclore. Sus obras son características por su armonía, ritmo y su riqueza melódica. Es autor, entre otras piezas, de Zamba del Pañuelo, Chacarera del Expediente, Zamba para la Viuda, La Pomeña, Zamba del Laurel, Maturana, Zamba del Carnaval, La Arenosa y Balderrama. Fue el mentor del Dúo Salteño, con quien mejor acuñó las disonancias que emergían como duendes traviesos de sus melodías. Obtuvo el Premio Sadaic y el Premio Fondo Nacional de la Artes.

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