

Patoruzú, el cacique tehuelche, símbolo de la historieta argentina, cumplió 75 años de su primera aparición. Creado por Dante Quinterno en 1928, fue el primer personaje de historieta local que combatió el mal. Luchaba contra los villanos mucho antes que Batman y Superman. Era un Don Quijote con todas las virtudes humanas y tenía una debilidad especial por la familia. Por eso, se hizo tan popular y exitoso. Representaba al argentino como ningún otro héroe de historieta. Y aún más. A lo largo de su septuagenaria vida, el indio tehuelche demostró que la única manera de que un país no pierda su identidad era defendiendo las raíces culturales contra el embate de los "colonizadores" del Norte y la desidia de los gobiernos de turno. Como ningún otro, este entrañable personaje defendía con poncho y boleadoras a aquellos que querían pisotear su acervo cultural.
Hoy, bien entrado el siglo XXI, la lucha del inolvidable cacique parece haber quedado en el olvido. En Tucumán, por ejemplo, hace tiempo que la cultura ha dejado de ser una cuestión de Estado. Claro, hay otros problemas más importantes para resolver: por ejemplo, el hambre más urgente, el desempleo más feroz, la inseguridad más brutal y las enfermedades más despiadadas. Pero casi nadie pone énfasis en el analfabetismo más real, en la falta de lectura más actual o en la desinformación más absurda.
Afortunadamente, la provincia tiene una suerte de reacción alérgica contra el virus de la desidia oficial. Y, justamente por eso, cuanto más grave es la crisis, más hechos culturales florecen espontáneamente por toda la provincia. De hecho, durante la mayor parte de 2003, la actividad cultural estuvo marcada por una fuerte presencia de espectáculos y emprendimientos independientes. Esto quiere decir que más del 40% de las producciones se hizo sin el apoyo del Gobierno, otrora impulsor indiscutido de la movida local. Esto representa un gran avance porque quiere decir que los artistas han comenzado a volar solos. Rompieron el cordón umbilical con el Estado y se erigieron como protagonistas de su propio destino. Sin embargo, la realidad de Tucumán no es ni la sombra de aquella que supo brillar en los años 60, una década que pasó a la historia como "los años de oro del teatro local". En aquellos tiempos, la provincia era un verdadero faro que irradiaba luz al el resto del NOA, y los teatros San Martín y Alberdi atraían a artistas nacionales y extranjeros con igual magnetismo. Hoy, de ese protagonismo no quedan más que cenizas. Las cenizas de un admirable hogar.
Por supuesto que son loables los esfuerzos de la Secretaría de Cultura para recuperar los laureles perdidos. Pero sin un presupuesto adecuado ni un plan de inversiones preciso, nada se puede lograr. Salta (siempre son odiosas las comparaciones, aunque ayudan) destina actualmente más de 1,5 millón de pesos al área. Cinco veces más que Tucumán. Y, en Buenos Aires, se reparten libros en las canchas, en los subtes y hasta en las playas. Por eso, va siendo tiempo que, de una buena vez, se tome a la cultura también como una cuestión de Estado. "No sólo de pan vive el hombre", reza un conocido refrán.
Hoy, todos asumen que la cultura es propiedad de una fracción de la sociedad. Esto permite llegar a una de las dos conclusiones que ya supo esbozar a principios del siglo pasado el poeta T. S. Elliot. "O la cultura no concierne sino a una minoría y no habrá más lugar para ella en la sociedad del futuro, o bien en la sociedad la cultura que ha sido la propiedad de la elite debe ser puesta a disposición de todos", escribió. Este es el desafío que tiene el Gobierno tucumano. Y es un desafío que bien podría enorgullecer al mismísimo Patoruzú.







