José R. Fierro, maestro de alma

José R. Fierro, maestro de alma

Graduado en la Normal, erudito en nuestra historia “chica”, fundador de la Sociedad Sarmiento y de Atlético Tucumán, su bondadosa figura tuvo enorme popularidad.

LOS ÚLTIMOS AÑOS. El gasto cariñoso y la sonrisa eran característicos del rostro de Fierro. LOS ÚLTIMOS AÑOS. El gasto cariñoso y la sonrisa eran característicos del rostro de Fierro.
Hoy en día, el nombre de José R. Fierro no le suena a nadie. Pero hasta comienzos de la década de 1940, cualquier hombre o mujer de la calle lo pronunciaba con gran simpatía y con gran respeto. A todos resultaba familiar el “Cabezón” Fierro, maestro hasta la médula de los huesos, además de estudioso y expositor infatigable de nuestras tradiciones.

No era tucumano (había nacido en Córdoba en 1858), pero se afincó en Tucumán cuando adolescente, y se quedó en la ciudad durante más de cuatro décadas. Obtuvo su título de maestro en la Escuela Normal en 1879, cuando la dirigía Paul Groussac. De ese tiempo, anudó con el maestro franco argentino una amistad que duraría toda la vida. Gran parte de lo que se sabe de la etapa tucumana de Groussac (1871-83) reconoce su fuente en los recuerdos de Fierro.

Un internado

Fundaba y administraba un internado, en la calle Córdoba 24 (hoy altura 400). Contaba que, en las inmediaciones, cierto día se instaló un circo, que ofrecía dramas criollos con abundantes peleas de poncho y facón. Se preocupó cuando vio a sus chicos fabricando puñales con astillas de leña, para jugar a riñas de pulpería. Resolvió entonces hacerlos aprender esgrima. El profesor Adeodato Marín les dictó clases de florete y sable, que los hicieron olvidar los cuchillos.

Otra vez, llegó a sus manos un periódico manuscrito de los chicos, que contenía chistes torpes. Les propuso hacer juntos una publicación impresa. De allí salió “El Escolar Tucumano”. El periódico duró más de un año. Y les dio la satisfacción de editar un número extraordinario ilustrado, impreso en la casa porteña Peuser, con motivo del IV centenario del descubrimiento de América.

La Normal y el Nacional

Fue luego profesor de la Escuela Normal, y más tarde también del Colegio Nacional, del que sería vicerrector. Sobre los comienzos de ambos establecimientos, escribió páginas –algunas publicadas en LA GACETA- que hoy resultan imprescindibles para conocer aquellos remotos tiempos, con coloridas anécdotas y descripciones. Así, por ejemplo, las nueve notas que dedicó a los orígenes de la Normal, en mayo de 1925.

En 1888, ante la escasez de maestros, el gobernador Lídoro Quinteros creó una “Escuela Nocturna de Ayudantes”, para que “se preparen convenientemente y en un tiempo relativamente breve, los que se dedican al magisterio”. Funcionaba en el local de la Normal, y su primer director fue José R. Fierro. De allí surgiría, en 1905, el Círculo del Magisterio.

La Sociedad Sarmiento

Fierro unió su nombre, en 1882, a la fundación de la más antigua y venerable institución cultural en Tucumán, la Sociedad Sarmiento. Junto con Moisés Valenzuela, J. Zavala, Fidel Díaz, E. M. Berrondo, Pedro Etchebehere, Nicomedes Castro, Manuel Pérez, C. Espinosa y C. Bustos, todos alumnos y ex alumnos de la Normal, firmaba Fierro la esquela que convocó, para el 25 de junio, a reunirse y crear una “sociedad literaria” que sería la Sarmiento. Fue secretario de la primera directiva y presidente en 1892-93.

Asimismo, fue el primer director del Gimnasio Escolar, inaugurado en 1899 en la manzana que hoy ocupa el Centro de Salud. Tenía una gran pileta de natación y una pista de ciclismo, y estaba dotado de modernos aparatos de gimnasia. Narraba don Agenor Albornoz que Fierro, venciendo el miedo que tenía, resolvió practicar ciclismo. Apareció un día en la pista del gimnasio “vestido de blanco de pies a cabeza y ceñido el busto con una faja española de color azul”.

Atlético Tucumán

Tenía un enorme entusiasmo por los deportes, y consideraba que debían integrar el proceso de aprendizaje. Ya en 1891 había organizado un Club Atlético Normal, del cual eran socios cadetes los chicos de su internado. El 27 de septiembre de 1902, Fierro, junto con Agenor Albornoz, Cecil Hill, Manuel Pérez y otros entusiastas, firmó el acta de fundación del primer ente deportivo de la provincia, el Club Atlético Tucumán. Fue Albornoz el primer presidente y Fierro asumió la secretaría de la hoy tan prestigiosa institución.

La creación del novedoso Instituto de Enseñanza Popular, en Tucumán, y la fundación de la Normal de Santa Fe fueron otros tantos logros de Fierro. Todo era expresiones de su vocación de formador de jóvenes, que nunca lo abandonaría y a la que dedicó el máximo esfuerzo.

El historiador

Pero junto con la tarea de maestro, Fierro desarrolló otra, no menos importante. Estudió a conciencia la historia “chica” de Tucumán, y se preocupó por recoger el testimonio de los viejos que habían llegado a presenciar sucesos importantes del pasado, o que los sabían de boca de testigos directos.

Se convirtió así en un historiador, a su manera, y en un afanoso divulgador. Llegó a conocer al dedillo quiénes habitaban en el centro de Tucumán en tiempos de la Independencia, en qué casas ocurrieron hechos memorables, y atesoraba picantes anécdotas de personajes próceres.

En sus conferencias, muchas de las cuales se editaron en folletos hoy difíciles de hallar, o aparecieron en publicaciones periódicas (como la “Revista de Tucumán”), desplegó toda esa información de indiscutible utilidad para los estudiosos. Su estilo era campechano y sin pretensiones literarias, pero no por eso menos atractivo.

Alma de fundador

El ingeniero Segundo J. Villarreal, quien lo conoció y lo trató, evocaba “su andar desgarbado, su cabeza calva y enorme, su rostro moreno y su simpatía desbordante, en la que había mucho de paternal”. Para este testigo, era la “imagen inolvidable” de un hombre “con alma de fundador”.

En efecto, “parecía haber nacido para empujar a los demás, a todos, hacia un destino más dinámico y más interesante que el que proponía aquel Tucumán, una ciudad pequeña y quieta”. Para él, todo parecía realizable y ganaba voluntades de forma natural. Una vez, el doctor Antonio Torres comentó: “Me da rabia conversar con el ‘Cabezón’, porque cuando él termina de hablar, uno tiene ganas de empezar ya mismo a hacer”.

Groussac, el amigo

Amigo, dijimos, de Paul Groussac, le profesaba enorme admiración. Coleccionó todos sus escritos tempranos, con tanto cuidado que cuando en 1930 Juan Canter elaboró su monumental “Bibliografía de Paul Groussac”, tendría un colaborador valiosísimo –y así lo hace constar- en el archivo particular de Fierro.

Se carteaba asiduamente con Groussac. Este cita, en algún trabajo, el aporte de Fierro para dar “toques de realidad” a las partes tucumanas. Le tenía enorme confianza, como se percibe en su correspondencia. En una de sus cartas a Fierro, Groussac reconocía que le había faltado siempre “el don de la sonrisa”, acaso por “haber sido mi juventud harto dura y trabajada: mi deficiencia ha sido el ser bueno con aspereza y sin humildad”. Y sobre su legado a los tucumanos, afirmaba que “mi esfuerzo no habrá sido estéril, si muchos de mis discípulos se parecen a usted y honran mi recuerdo practicando lo que les enseñé: el respeto por sí mismo y el amor por el saber”.

Adiós a Tucumán


Fierro se jubiló en 1920, y como era bastante común en esa época, resolvió trasladar su residencia a Buenos Aires. No informó a nadie que se iba. En LA GACETA del 28 de diciembre, explicaba que “por evitarme emociones, salí sigilosamente de Tucumán, sin querer avisar el día de mi partida”. Desde Buenos Aires, escribió: “Estoy a la disposición de mis amigos, en la calle Moreno 524”. Transmitía su primera impresión: “Anoche me di con un grupo de andarines que se ensayaban corriendo por las calles, y me sentí envidioso y estimulado”.

El cronista comentaba entristecido el alejamiento de Fierro: “Buenos Aires ya no se conforma con robarnos la flor de nuestra juventud. Se lleva la flor, también, de nuestros viejos útiles, a veces más jóvenes y animosos –como en este caso- que muchos de los que apenas han entrado en la adolescencia y ya llevan escepticismo en el espíritu”.

Se instaló en Villa Ballester. Allí falleció, en 1922, su esposa, doña Rosario Salinas. La distancia nunca lo alejó de la provincia de sus amores. Regresaba periódicamente a Tucumán, y seguía con atención nuestra vida educativa y cultural. En cada viaje, solía brindar algunas de sus amenas conferencias sobre el pasado, siempre muy concurridas y muy aplaudidas.

Últimos tiempos

Cuando se fundó la Asociación Tucumana en Buenos Aires, estuvo entre sus más fervorosos directivos y sostenedores. En 1942, editó un último trabajo: el erudito folleto “Honores inconstitucionales. Una malhadada costumbre argentina”. Sostenía que sólo el Congreso (y no la Municipalidad, ni el Poder Ejecutivo) podía bautizar calles de la Capital Federal o estaciones ferroviarias, ya que tenía en exclusividad, por la Constitución, la facultad de conceder honores.

Don José R. Fierro murió un año más tarde, el 27 de septiembre de 1943. Testimonia el ingeniero Villarreal que “su vida fue, en esencia, la de un educador. En todo lo que encaraba estaba la intención de enseñar. Por eso, tal vez, jamás levantaba el tomo. ‘Gritando el maestro inhibe, pero no ilustra’, decía. Al concepto, por supuesto, lo aplicaba no sólo en el aula, sino en cualquier parte y con cualquiera. Nunca lo vi enojado. En realidad ahora, con la perspectiva que brinda el tiempo, me doy cuenta de su simpatía irresistible. Así era. Por eso y por todo lo que hacía en Tucumán, la gente lo quería de manera entrañable”.

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