Irene Benito
Por Irene Benito 01 Febrero 2015
El escenario es un caserío al borde del mar habitado por hombres de posguerra que añoran ver una pareja besándose. Aquellos horizontes limitados convencen a Alfredo de que hay que irse para triunfar. Pero Toto cree que la felicidad reside en la cabina del único cine del lugar, junto con Alfredo y las películas censuradas que el pueblo devora día tras día. Son dos proyectos de vida antagónicos en la misma aldea de Sicilia: dos maneras de librarse mutuamente de las fauces de la pobreza por el arte, la amistad y el afecto.

Toto es monaguillo y se duerme en misa porque, según dice al cura Adelfio, prueba bocado de cuando en cuando. Sus tesoros entran en una caja de lata: los fotogramas eróticos reprobados que roba sistemáticamente a Alfredo y un par de retratos de sus padres. Una mañana se cumple la profecía y el “cofre” se prende fuego: su hermana pequeña se salva por los pelos. Otra mañana llega la confirmación de la noticia que presiente: su padre ha muerto en Rusia luchando una guerra incomprensible.

A Toto sólo le queda la máquina que hace magia, pero Alfredo se niega a aceptarlo. Lo echa una, dos, tres veces hasta que un día se ve compelido a recurrir al niño para paliar de la vergüenza del analfabetismo. Entonces comienza otra historia: la del encuentro de dos seres de lejanías que se fugan de la realidad por medio de las aventuras que proyectan en la pantalla. Y una noche, convierten la piazza en un cine al aire libre para los vecinos que no caben en el recinto. Y esa noche la cinta vuelve a provocar un incendio: mientras todos corren hacia afuera, Toto entra a la sala y logra sacar a Alfredo.

El cine ahumado también consigue revivir. Entonces cambian los papeles, y Toto hace de Alfredo y Alfredo -ciego pero más visionario que nunca- hace de Toto. Pasan los años entre comedias y tragedias, y aparece la película incombustible. “El progreso siempre llega tarde”, sentencia Alfredo con neorrealismo italiano. Toto, que ya es Salvatore, se enamora a lo Clark Gable y la vida le depara un romance con final de Casablanca.

“Antes o después llega el tiempo en el que hablar o callar da lo mismo”, acota un Alfredo ya obsesionado con la partida de Toto. El tren de las despedidas lleva a un joven conquistador de Roma. Se abre el paréntesis cinematográfico de la ausencia y la vejez. Para cuando Toto retorna a su isla, todo se ha esfumado. “Ahora el cine es sólo un recuerdo”, afirman entre funerales y reencuentros. Pero Alfredo preserva la película de los besos y abrazos recortados por orden del padre Adelfio. Se trata de 50 escenas de amor con partitura de Ennio Morricone que por sí solas justifican la vuelta a ese hogar sentimental llamado “Cinema Paradiso”.

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