La violencia que no duele
07 Septiembre 2014

Por Verónica Boix - Para LA GACETA - Buenos Aires

“Estamos todos de acuerdo en que haríamos lo mismo”, gritó alguien en el cine. Nadie lo contradijo. Ése parece el consenso acerca de Relatos salvajes, la película de Damián Szifrón que está por convertirse en el mayor éxito de taquilla del cine argentino y que -dicen- muestra a personas comunes que, frente a situaciones injustas o intolerables, reaccionan con violencia fuera de control.

¿Pero de verdad Relatos salvajes muestra esas cosas? Sin negar los méritos estéticos de la película, ni la habilidad indudable de Szifrón, cabe cuestionar si lo que da es lo que promete. Por ejemplo: es difícil definir quiénes serían personas comunes en una sociedad plural y compleja, pero no cabe duda de que una mujer desquiciada que estuvo presa por un crimen, un ingeniero en explosivos siempre a punto de estallar, un multimillonario o una novia demencial, salen del promedio. No son personajes representativos de la sociedad argentina, sino estereotipos de nuestro imaginario. Los salvan del puro cliché los diálogos y las actuaciones, que son notables. Tampoco sorprenden, sino que actúan exactamente como imaginamos que deben hacerlo: la loca criminal, mata y remata. El millonario es insensible, el pobre es resentido, el fiscal es corrupto. El ingeniero en explosivos, explota. Y así hasta el final.

Se ha repetido hasta el cansancio que estos relatos tienen en común la violencia que emerge -primaria, incontrolable, “salvaje”- ante situaciones límite. Pero en realidad, pensándolo bien, esto tampoco sucede en Relatos salvajes. El secreto mejor guardado de la película es que no presenta situaciones salvajes sino, por el contrario, cuidadosamente controladas.

En realidad Relatos salvajes es un experimento memorable en manipulación moral: Szifrón, con cámara maestra, convierte el descontrol en un placer sin consecuencias. La película, entonces, nos satisface, porque esa violencia no tiene ningún costo moral. No hay víctimas inocentes.

En este sentido, Juan José Campanella hizo algo parecido en El Secreto de sus ojos. Los protagonistas de aquella película recurren a la justicia por mano propia para reparar la inoperancia de las instituciones y la injusticia. Nadie cuestiona el método violento, ilegal, inhumano, porque el atacado es el culpable y eso lo justifica todo.

Los dos directores captan el sentimiento popular, entre la ira y la impotencia, frente a la ausencia de justicia, y proponen como solución la tiranía de la violencia. Ninguno se anima a ensayar alternativas a la violencia misma. Su deshonestidad, como artistas, consiste en ocultar las consecuencias negativas que la violencia acarrea, desde el sufrimiento de inocentes hasta la anarquía y el caos.

© LA GACETA

Verónica Boix - Periodista, colaboradora del diario El Nuevo Herald (Miami).

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