Entre la felicidad plena y la desesperación

El olor de las mandarinas es una llave que abre la puerta a los recuerdos de la infancia. A la edad dichosa de los juegos, de las primeras exploraciones de la sexualidad, de las amistades que durarán para siempre. Es un mundo donde nos sentimos seguros, con la vida por delante, protegidos contra los sufrimientos. Una época que con los años va tomando el color de lo irrepetible. De lo perdido. Por eso el ser adulto que se encuentra en situaciones límite, sumido en la desgracia, vuelve en sueños a esa época feliz. Y es capaz de soñar despierto cuando un aroma, como el de las mandarinas, estimula su memoria.

A través de distintos cuadros escénicos que van alternando el pasado con el presente y circunstancias opuestas (felicidad y desdicha, juegos y desesperación), la obra de Rafael Nofal "El tiempo de las mandarinas" -que dirige Jorge de Lassaletta en la Sala Ross- cuenta la historia de cuatro mujeres. Dos de ellas desaparecidas, que aluden -sin dar nombres- a los casos reales de "Marita" Verón y María Cash, otra que recuerda y sigue esperando a su amiga, y una cuarta que está a punto de ser captada por una organización de trata de personas.

Todo está contado de manera fragmentaria, para que el espectador junte las piezas y arme su propio cuadro. Hay poesía, humor y también tragedia, en medio de atmósferas sugestivas, donde la realidad adquiere diferentes tonos y a veces parece el fruto de la conciencia de los personajes. A la creación de esas atmósferas contribuye la banda sonora creada por Fernando Flores Blasco.

El desempeño de las actrices es muy bueno. Tanto Tuly López, que carga con el mayor peso dramático, como Romina Muñoz e Inés Haedo. Pero Kika Valero merece un párrafo especial, porque su personaje alternativo de niña y mujer le permite lucir una calidad actoral sobresaliente.